Un gobernador paquistaní es asesinado tras apoyar el perdón a una campesina cristiana condenada a la horca por haber, supuestamente, blasfemado contra Mahoma.
Docenas de cristianos iraquíes son ametrallados en el atrio de una iglesia, por pistoleros que gritaban «¡Alá es grande!» mientras apretaban los gatillos.
Una serie de bombas acaba en Navidad con la vida de 86 cristianos y deja 189 heridos en el norte de Nigeria.
Y en Nochebuena, en Alejandría, la segunda ciudad de Egipto, durante la misa, 21 coptos son convertidos en pulpa sanguinolenta por un terrorista que había trufado los explosivos adheridos a su cuerpo con tuercas y clavos.
La Casa Blanca condena los ataques. Dice que se trata de actos «bárbaros y abominables», pero evita referirse a la religión de los perpetradores y a sus motivaciones «íntimas».
Lo mismo las cancillerías europeas o los medios de comunicación occidentales. Una de las tres grandes agencias de noticias titula su cable sobre la masacre nigeriana afirmando que «se agudizan los enfrentamientos entre cristianos y musulmanes» y uno de los principales periódicos españoles dice en su editorial que la carnicería de Alejandría «subraya dramáticamente la creciente tensión entre cristianos y musulmanes en Oriente Medio, desde el Magreb hasta Pakistán».
No es eso. Eludir en nombre de qué se perpetran los crímenes o lo que vociferan los matarifes, que no es muy diferente de lo que aullaban los facinerosos del 11-S, el 11-M, el 7-J o la discoteca de Bali, es no querer ver la realidad.
Los cristianos constituyen hoy la comunidad más sistemática y violentamente perseguida en el mundo. ¿Imaginan que fuera al revés? ¿Qué la masacre tuviera lugar el último día del Ramadán a la puerta de una mezquita como la de la M-30 madrileña?