En la homilía matinal de este martes en la capilla de la Casa Santa Marta, el Papa Francisco recordó la figura de San Esteban, que fue lapidado después de hablar al pueblo y anunciarle la verdad. “Lo llevaron fuera de la ciudad y lo lapidaron”, dijo.
“Cuando el profeta llega a la verdad y toca el corazón, o el corazón se abre, o se hace más de piedra y se desencadena la rabia, la persecución” y “así acaba la vida de un profeta”.
Al mismo tiempo, reconoció que “los profetas, siempre, han tenido estos problemas de persecución por decir la verdad”.
“Pero, ¿cuál es para mí el test de que un profeta cuando habla fuerte dice la verdad? Y cuando este profeta es capaz no solo de hablar, sino de llorar a su pueblo que ha abandonado la verdad. Y Jesús por un lado reprueba con estas palabras duras ‘generación malvada y adúltera’: Por otro lado, llora sobre Jerusalén. Este es el test”.
“Un verdadero profeta es el que es capaz de llorar por su pueblo y también es capaz de decir las cosas fuertes cuando las debe decir. No es tibio, siempre es así: directo”.
El Pontífice añadió que “abrir las puertas, resanar las raíces, resanar la pertenencia al pueblo de Dios para ir adelante. Su trabajo no es ser un reprobador. No, es un hombre de esperanza. Reprobará cuando sea necesario y abre las puertas mirando al horizonte de la esperanza. Pero el verdadero profeta si hace bien su trabajo se juega la piel”.
“La Iglesia necesita profetas. Diré más: tiene necesidad de que todos nosotros seamos profetas. No crítica, esta es otra cosa. Una cosa es siempre el juez crítico al cual no le gusta nada, nada le gusta: ‘No, esto no está bien, no está bien, no está bien; esto tiene que ser así…’. Ese no es un profeta. El profeta es el que reza, mira a Dios, mira a su pueblo, siente dolor cuando el pueblo se equivoca, llora –es capaz de llorar sobre el pueblo–, pero es también capaz de jugársela bien por decir la verdad”.