Este domingo se celebra el Jubileo de los Presos y el Papa Francisco ha querido celebrar con ellos la misa en la Basílica de San Pedro y allí han estado presente los reclusos acompañados por sus familias, el personal penitenciario, los capellanes de las cárceles y las asociaciones que ofrecen asistencia a los presos.
Tal y como recoge Zenit, La ceremonia vio expuesto en el lado derecho un crucifijo del siglo XIV, el más antiguo de la Basílica de San Pedro y recientemente restaurado, como un signo de esperanza y un mensaje de misericordia. Y una imagen de María de la Merced en el lado izquierdo representada como una Madre que tiene en sus brazos a Jesús con una cadena rota.
El jubileo de los reclusos comenzó este sábado con una adoración eucarística y el sacramento de la reconciliación en tres iglesias de Roma, y la peregrinación a la Puerta santa. Se inserta dentro del Año jubilar de la misericordia y participan presos de varios países entre los cuales 25 reclusos españoles.
Antes de la llegada del Santo Padre se realizó un momento de animación, con testimonios e intermedios musicales, seguido por el rezo del santo rosario.
El papa Francisco que vestía paramentos color verde y el palio de obispo de Roma, celebró la misa en italiano. La eucaristía inició con el Kyrie entonado por el Coro de la Capilla Sixtina que acompañó la liturgia con los cantos polifónicos en latín.
“El mensaje que la Palabra de Dios quiere comunicarnos hoy es ciertamente de esperanza” aseguró Francisco. E invitó a “fortalecer cada vez más las raíces de nuestra esperanza, para que puedan dar fruto (…) no obstante el mal que hemos cometido”. Porque “no existe lugar en nuestro corazón que no pueda ser alcanzado por el amor de Dios”.
“Ciertamente –aseguró el Papa– la falta de respeto por la ley conlleva la condena, y la privación de libertad es la forma más dura de descontar una pena” pero “la esperanza no puede perderse” porque “una cosa es lo que merecemos por el mal que hicimos, y otra cosa distinta es el ‘respiro’ de la esperanza, que no puede ser sofocado por nada ni nadie”.
El Santo Padre denunció también que existe una “cierta hipocresía” que lleva a ver que el único camino para quien cometió un delito es la cárcel y sin pensar en la posibilidad de ayudar a cambiar de vida.
“Y si bien ante Dios nadie puede considerarse justo”, añadió Francisco, “nadie puede vivir sin la certeza de encontrar el perdón”, como lo hizo el ladrón arrepentido, crucificado junto a Jesús que lo ha acompañado en el paraíso.
“Ninguno de vosotros, por tanto –exhortó el Pontífice– se encierre en el pasado. La historia pasada, aunque lo quisiéramos, no puede ser escrita de nuevo. Pero la historia que inicia hoy, y que mira al futuro, está todavía sin escribir, con la gracia de Dios y con vuestra responsabilidad personal”.
“Queridos reclusos, es el día de vuestro Jubileo. Que hoy, ante el Señor, vuestra esperanza se encienda” dijo.
Y concluyó su homilía indicando la imagen de María puesta al lado del altar: “Que ella dirija a cada uno de vosotros su mirada materna, haga surgir de vuestro corazón la fuerza de la esperanza para vivir una vida nueva y digna en plena libertad y en el servicio del prójimo”.
El mensaje que la Palabra de Dios quiere comunicarnos hoy es ciertamente de esperanza.
Uno de los siete hermanos condenados a muerte por el rey Antíoco Epífanes dice: «Dios mismo nos resucitará» (2M 7,14). Estas palabras manifiestan la fe de aquellos mártires que, no obstante los sufrimientos y las torturas, tienen la fuerza para mirar más allá. Una fe que, mientras reconoce en Dios la fuente de la esperanza, muestra el deseo de alcanzar una vida nueva.
Del mismo modo, en el Evangelio, hemos escuchado cómo Jesús con una respuesta simple pero perfecta elimina toda la casuística banal que los saduceos le habían presentado. Su expresión: «No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos» (Lc 20,38), revela el verdadero rostro del Padre, que desea sólo la vida de todos sus hijos. La esperanza de renacer a una vida nueva, por tanto, es lo que estamos llamados a asumir para ser fieles a la enseñanza de Jesús.
La esperanza es don de Dios. Está ubicada en lo más profundo del corazón de cada persona para que pueda iluminar con su luz el presente, muchas veces turbado y ofuscado por tantas situaciones que conllevan tristeza y dolor. Tenemos necesidad de fortalecer cada vez más las raíces de nuestra esperanza, para que puedan dar fruto. En primer lugar, la certeza de la presencia y de la compasión de Dios, no obstante el mal que hemos cometido.
No existe lugar en nuestro corazón que no pueda ser alcanzado por el amor de Dios. Donde hay una persona que se ha equivocado, allí se hace presente con más fuerza la misericordia del Padre, para suscitar arrepentimiento, perdón, reconciliación.
Hoy celebramos el Jubileo de la Misericordia para vosotros y con vosotros, hermanos y hermanas reclusos. Y es con esta expresión de amor de Dios, la misericordia, que sentimos la necesidad de confrontarnos. Ciertamente, la falta de respeto por la ley conlleva la condena, y la privación de libertad es la forma más dura de descontar una pena, porque toca la persona en su núcleo más íntimo. Y todavía así, la esperanza no puede perderse. Una cosa es lo que merecemos por el mal que hicimos, y otra cosa distinta es el «respiro» de la esperanza, que no puede sofocarlo nada ni nadie. Nuestro corazón siempre espera el bien; se lo debemos a la misericordia con la que Dios nos sale al encuentro sin abandonarnos jamás (cf. san Agustín, Sermo 254,1).
En la carta a los Romanos, el apóstol Pablo habla de Dios como del «Dios de la esperanza» (Rm 15,13). Es como si nos quisiera decir que también Dios espera; y por paradójico que pueda parecer, es así: Dios espera. Su misericordia no lo deja tranquilo. Es como el Padre de la parábola, que espera siempre el regreso del hijo que se ha equivocado (cf. Lc 15,11-32). No existe tregua ni reposo para Dios hasta que no ha encontrado la oveja descarriada (cf. Lc 15,5).
Por tanto, si Dios espera, entonces la esperanza no se le puede quitar a nadie, porque es la fuerza para seguir adelante; la tensión hacia el futuro para transformar la vida; el estímulo para el mañana, de modo que el amor con el que, a pesar de todo, nos ama, pueda ser un nuevo camino… En definitiva, la esperanza es la prueba interior de la fuerza de la misericordia de Dios, que nos pide mirar hacia adelante y vencer la atracción hacia el mal y el pecado con la fe y la confianza en él.
Queridos reclusos, es el día de vuestro Jubileo. Que hoy, ante el Señor, vuestra esperanza se encienda. El Jubileo, por su misma naturaleza, lleva consigo el anuncio de la liberación (cf. Lv 25,39-46). No depende de mí poderla conceder, pero suscitar el deseo de la verdadera libertad en cada uno de vosotros es una tarea a la que la Iglesia no puede renunciar.
A veces, una cierta hipocresía lleva a ver sólo en vosotros personas que se han equivocado, para las que el único camino es la cárcel. Cada vez que entro una cárcel me pregunto ‘por que ellos y no yo’, todos tenemos la posibilidad de equivocarnos, todos de una u otra manera nos hemos equivocados.
Y esa hipocresía hace que no se piense piense en la posibilidad de cambiar de vida, hay poca confianza en la rehabilitación. Pero de este modo se olvida que todos somos pecadores y, muchas veces, somos prisioneros sin darnos cuenta.
Cuando se permanece encerrados en los propios prejuicios, o se es esclavo de los ídolos de un falso bienestar, cuando uno se mueve dentro de esquemas ideológicos o absolutiza leyes de mercado que aplastan a las personas, en realidad no se hace otra cosa que estar entre las estrechas paredes de la celda del individualismo y de la autosuficiencia, privados de la verdad que genera la libertad. Y señalar con el dedo a quien se ha equivocado no puede ser una excusa para esconder las propias contradicciones.
Sabemos que ante Dios nadie puede considerarse justo (cf. Rm 2,1-11). Pero nadie puede vivir sin la certeza de encontrar el perdón. El ladrón arrepentido, crucificado junto a Jesús, lo ha acompañado en el paraíso (cf. Lc 23,43). Ninguno de vosotros, por tanto, se encierre en el pasado. La historia pasada, aunque lo quisiéramos, no puede ser escrita de nuevo.
Pero la historia que inicia hoy, y que mira al futuro, está todavía sin escribir, con la gracia de Dios y con vuestra responsabilidad personal. Aprendiendo de los errores del pasado, se puede abrir un nuevo capítulo de la vida. No caigamos en la tentación de pensar que no podemos ser perdonados. Ante cualquier cosa, pequeña o grande, que nos reproche el corazón, sólo debemos poner nuestra confianza en su misericordia, pues «Dios es mayor que nuestro corazón» (1Jn 3,20).
La fe, incluso si es pequeña como un grano de mostaza, es capaz de mover montañas (cf. Mt 17,20). Cuantas veces la fuerza de la fe ha permitido pronunciar la palabra perdón en condiciones humanamente imposibles.
Personas que han padecido violencias y abusos en sí mismas o en sus seres queridos o en sus bienes. Sólo la fuerza de Dios, la misericordia, puede curar ciertas heridas. Y donde se responde a la violencia con el perdón, allí también el amor que derrota toda forma de mal puede conquistar el corazón de quien se ha equivocado. Y así, entre las víctimas y entre los culpables, Dios suscita auténticos testimonios y obreros de la misericordia.
Hoy veneramos a la Virgen María en esta imagen que la representa como una Madre que tiene en sus brazos a Jesús con una cadena rota, las cadenas de la esclavitud y de la prisión. Que ella dirija a cada uno de vosotros su mirada materna, haga surgir de vuestro corazón la fuerza de la esperanza para vivir una vida nueva y digna en plena libertad y en el servicio del prójimo.