Cada vez que se habla de la proclamación de la II República, bueno será recordar que salvo la explosión de fervor popular de ese día, por quitarse de encima una Monarquía corrupta y de caciques, y algo de cultura popular, el balance no pudo ser más negro: al mes escaso de su inauguración ya quemaron iglesias, conventos (el de los jesuitas de la calle La Flor) y bibliotecas (la del ICAI, Areneros, en Alberto Aguilera, los Jesuitas también, que luego acabaron expulsándolos, que educaban a gentes pobres y modestas) los días 10 y 11 de mayo. Más adelante propusieron y aprobaron la Ley de 1932 de Reforma Agraria, que fue un sonoro fracaso, como veremos.
Hoy —con las transformaciones económicas que ha sufrido la agricultura en los países desarrollados en los últimos 50 ó 60 años— resulta completamente desfasado hablar de reforma agraria en sentido estricto, pero sí lo podemos hacer “históricamente”.Vamos a utilizar el libro nada sospechoso de Edward Malefakis (1970) “Reforma agraria y revolución campesina en la España del siglo XX”.
Quizás su conclusión más relevante es ésta: “El rápido hundimiento del sistema agrícola tradicional no significó su sustitución por un nuevo sistema económicamente viable. Las cesiones masivas de tierras eran incapaces de restaurar la estabilidad económica y social. Esto quedó demostrado por la experiencia de Badajoz, donde imperaba el más completo caos en vísperas de la Guerra Civil, a pesar de que al menos una tercera parte de la población rural había recibido tierras durante marzo y abril”(pág.438).
Quizás su conclusión más relevante es ésta: “El rápido hundimiento del sistema agrícola tradicional no significó su sustitución por un nuevo sistema económicamente viable. Las cesiones masivas de tierras eran incapaces de restaurar la estabilidad económica y social. Esto quedó demostrado por la experiencia de Badajoz, donde imperaba el más completo caos en vísperas de la Guerra Civil, a pesar de que al menos una tercera parte de la población rural había recibido tierras durante marzo y abril”(pág.438).
Ya lo había avisado en enero de 1933 el primer Director del Instituto de Reforma Agraria (IRA) de la República, Vázquez Humasqué, que explicó a los campesinos la necesidad de una aplicación lenta y cauta de la Ley, en un discurso radiado por R.Madrid, porque “de otro modo no sería una ley, sino un acto revolucionario que podría llevar a la desorganización de la economía agrícola, más allá de lo cual sería el caos” (pág.329).
Y lógicamente “estas acciones se vieron acompañadas por la violencia. Aplicar la reforma agraria se convirtió en un terrible eufemismo para la matanza de los enemigos de clase que, si tenían suerte, recibían un pedazo de tierra para ser enterrados. La reforma agraria como cuestión que podía resolverse por la vía legal y no por la violencia, había terminado. La “valerosa” experiencia de la República había terminado CATASTRÓFICAMENTE”. (pág.441)
Y la cosa terminó como todos sabemos: “Al adoptar una orientación revolucionaria a partir de 1934, los socialistas españoles sólo consiguieron…desplazar el poder hacia los hasta entonces aislados grupos derechistas militares y políticos en 1936. La táctica insurreccional no salvó a la República, sino que sólo contribuyó a destruirla al polarizar la sociedad” (pág.452). Y esto no lo dice PIO MOA, sino Edward Malefakis en 1970.
Se comprende lo que dijo hace ya tiempo nada menos que Ramón Tamames: “Otra vez la República, ¿para qué?”
Manuel Martín Lobo
Doctor Ingeniero de Montes y Periodista