El 20 de noviembre de 2011 se cumple el setenta y cinco aniversario del asesinato en Alicante de José Antonio Primo de Rivera, un hombre que —en medio de una de las persecuciones religiosas más sangrientas de la historia— tuvo la gallardía de pedir en su testamento “ser enterrado conforme al rito de la religión Católica, Apostólica, Romana, que profeso, en tierra bendita y bajo el amparo de la Santa Cruz”.
Apenas tres años antes, el 29 de Octubre de 1933, José Antonio había pronunciado en el madrileño Teatro de la Comedia un discurso que ha tenido una trascendencia comparable a la de pocas piezas oratorias. En aquella España de los problemas, del eco del estéril noventa y ocho y de los complejos ante Europa, un joven creyente, fiel cumplidor de sus deberes religiosos y definido por la nobleza de su carácter, profesionalidad, elegancia en el trato, lealtad, optimismo y espíritu de servicio, iba a levantar una bandera capaz de entusiasmar a muchos de sus compatriotas.
El fundador de la Falange apostó por devolver a la política su dimensión moral, capaz de poner en pie a un pueblo y de movilizar su capacidad de servicio, decisión y sacrificio. Por ese impulso moral, a la voz del Capitán, miles de jóvenes se iban a movilizar en los frentes de combate y otros muchos hombres y mujeres serían asesinados en la retaguardia frentepopulista cuando ya tenían el “cara al sol” para, en expresión de José Antonio, “hacer más alegre nuestra muerte”. Él mismo, caería bajo las balas de un pelotón de fusilamiento, tras la condena de un Tribunal Popular que formaba parte de la maquinaria de terror puesta en marcha por el Gobierno del Frente Popular.
Signo trágico, el de la muerte en acto de servicio, inseparable de la joven organización porque desde pocos días después del Acto fundacional, la izquierda no había dudado en movilizar a sus pistoleros para intentar exterminar a la naciente Falange y persiguió a su fundador desde los albores de su carrera política.
Casi siempre, hablar de la violencia en relación con la Falange de los años de la República y la Guerra Civil se reduce a glosar airadamente la desvirtuada frase de José Antonio acerca de la “dialéctica de los puños y las pistolas”:
“Y queremos, por último, que si esto ha de lograrse en algún caso por la violencia, no nos detengamos ante la violencia. Porque, ¿quién ha dicho —al hablar de "todo menos la violencia"— que la suprema jerarquía de los valores morales reside en la amabilidad? ¿Quién ha dicho que cuando insultan nuestros sentimientos, antes que reaccionar como hombres, estamos obligados a ser amables? Bien está, sí, la dialéctica como primer instrumento de comunicación. Pero no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria”.
De entrada, la frase en su justo sentido debería compartirla todo hombre de bien. Ante todo por ser muy alta la jerarquía de los valores atacados violentamente y que, por ello, han de ser defendidos con no menor contundencia: la unidad de destino de los pueblos de España, la libertad profunda del hombre, el trabajo como medio para una vida humana justa y digna y el espíritu religioso, clave de los mejores arcos de nuestra historia. Pero también por el contexto en que fueron pronunciadas.
Interesadamente se olvida que no es posible comprender la dinámica de violencia en que desembocó la Segunda República y el papel que en ella desempeñaron los falangistas, cuando se ignora que este Movimiento perdió en sus primeros meses de existencia a decenas de sus miembros y simpatizantes, asesinados con el intento deliberado de frenar el crecimiento de la organización. Como denunció el propio José Antonio en el Parlamento el 1 de febrero de 1934:
“Frente a esas imputaciones de violencias vagas, de hordas fascistas y de nuestros asesinatos y de nuestros pistoleros, yo invito al señor Hernández Zancajo a que cuente un solo caso, con sus nombres y apellidos. Mientras yo, en cambio, le digo a la Cámara que a nosotros nos han asesinado un hombre en Daimiel, otro en Zalamea, otro en Villanueva de la Reina y otro en Madrid, y está muy reciente el del desdichado capataz de venta del periódico F.E.; y todos éstos tenían sus nombres y apellidos, y de todos éstos se sabe que han sido muertos por pistoleros que pertenecían a la Juventud Socialista o recibían muy de cerca sus inspiraciones. Estos datos son ciertos”.
Y poco antes de caer asesinado Matías Montero, el 1 de febrero de 1934, ya afirmaba con clarividencia frente a los que pedían venganza:
“Una represalia puede ser lo que desencadene en un momento dado, sobre todo un pueblo, una serie inacabable de represalias y contragolpes. Antes de lanzar así sobre un pueblo el estado de guerra civil, deben los que tienen la responsabilidad del mando, medir hasta donde se puede sufrir y desde cuando empieza a tener la cólera todas las excusas”.
A Matías Montero lo mató el PSOE, más concretamente un militante de las Juventudes Socialistas, cuando venía de distribuir el periódico FE en la Puerta del Sol. El asesinato fue en 1934, faltaban dos años para la Guerra Civil pero apenas unos meses para que socialistas y nacionalistas se sublevaran contra la República en Octubre. Entre sus ropas encontraron un artículo que había escrito para la misma revista FE: “Las flechas de Isabel y Fernando”, en ese escrito se comprueba lo que poco después definiría Sánchez Mazas en su Oración por los Caídos de la Falange:
“Víctimas del odio, los nuestros no cayeron por odio, sino por amor, y el último secreto de sus corazones era la alegría con que fueron a dar sus vidas por la Patria.
Ni ellos ni nosotros hemos conseguido jamás entristecernos de rencor ni odiar al enemigo, y tú sabes, Señor, que todos estos caídos mueren para libertar con su sacrificio generoso a los mismos que les asesinaron, para cimentar con su sangre joven las primeras piedras en la reedificación de una Patria libre, fuerte y entera”.
Ni ellos ni nosotros hemos conseguido jamás entristecernos de rencor ni odiar al enemigo, y tú sabes, Señor, que todos estos caídos mueren para libertar con su sacrificio generoso a los mismos que les asesinaron, para cimentar con su sangre joven las primeras piedras en la reedificación de una Patria libre, fuerte y entera”.
La vocación política de José Antonio fue respuesta al reto planteado por el socialismo marxista en lo que tiene de concepción anticristiana, interpretación materialista de la vida y de la historia, proclamación del dogma de la lucha de clases, desprecio de la religión, negación de la Patria y olvido de todo vínculo de hermandad entre los hombres. Afirmaciones que adquieren todo su valor cuando se constata que van precedidas del reconocimiento de la legitimidad del nacimiento del socialismo como defensa oportuna frente al Estado liberal
De ahí, la antipatía del otro lado. Porque la misma voz, en polémica con las derechas, pudo desenmascarar “un bolcheviquismo de espantoso refinamiento: el bolcheviquismo de los privilegiados” o describir irónicamente la insuperable paradoja liberal: Procure usted ser millonario
“Lector: si vive usted en un Estado liberal procure ser millonario, y guapo, y listo y fuerte. Entonces, sí, lanzados todos a la libre concurrencia, la vida es suya. Tendrá usted rotativa en que ejercitar la libertad de pensamiento, automóviles en que poner en práctica su libertad de locomoción...; cuanto usted quiera. ¡Pero ay de los millones y millones de seres mal dotados! Para esos, el Estado liberal es feroz. De todos ellos hará carne de batalla en la implacable pugna económica. Para ellos –sujetos de los derechos más sonoros y más irrealizables– serán el hambre y la miseria”.
En un artículo vetado por la censura republicana, habló de “victoria sin alas” para referirse a la del 19 de noviembre de 1933, cuando las elecciones dieron paso a una sucesión de gobiernos en los que la derechista CEDA apoyaría en el parlamento al Partido Radical. Y el presagio no resultó errado: con una timorata presencia en el banco azul, Gil Robles eligió un camino que significaba el suicidio y la definitiva bancarrota de su partido, arrastrando en su fracaso las banderas que no había sabido defender durante el bienio estúpido: “Ni reforma agraria, ni transformación económica, ni remedio al paro obrero, ni aliento nacional en la política. Chapuzas para remediar algún estrago del bienio anterior y pereza. Pereza mortal para dejar que los problemas se corrompan a fuerza de días, hasta que llegue otro problema y los quite de delante”.
En su testamento, José Antonio esperaba que “todos perciban el dolor de que se haya vertido tanta sangre por no habérsenos abierto una brecha de serena atención entre la saña de un lado y la antipatía de otro”. No hubo lugar para tal brecha en 1936: ocupado el poder por el Frente Popular, se inicia desde el Gobierno un proceso de desarticulación de la oposición que comienza por la Falange, derrotada en las elecciones pero reforzada con la incorporación de elementos procedentes de otros partidos desprestigiados en la experiencia del bienio radical-cedista.
“José Antonio terminó adhiriendo la Falange al Alzamiento militar y en coalición que se preparaba, para salvar España de un proceso comunistizante. Y si durante su prisión perdió el contacto con la realidad que acaecía, y durante el juicio procuró salvar la vida de sus familiares y la suya empleando todo tipo de ardides, en su testamento desmintió formal y solemnemente estas reticencias y acusaciones. En el mismo proceso había dejado constancia de su disposición favorable al alzamiento, incluso si no era falangista, por necesario y nacional” (Luis María Sandoval, José Antonio visto a derechas, Madrid: Actas Editorial, 1998, p. 139).
Frecuentemente se ha tratado de contraponer a José Antonio con el Estado nacido el 18 de Julio. Aunque en el Nuevo Estado no faltaron incoherencias con sus postulados teóricos, también hay que reconocer la falta de madurez del pensamiento político y económico falangista que había sido demoledor en el terreno de la crítica al socialismo y al liberalismo pero no había terminado de articular un modelo de Estado: ¿Quién desempeña la suprema magistratura? ¿Qué formas concretas reviste la centralización y la autonomía regional? ¿Separación o unidad de poderes? ¿Consejos o Cortes? ¿Partido único? ¿Sufragio universal o censitario? ¿Cómo se articula la representación orgánica? ¿Cuál es la forma jurídica de los Sindicatos nacionales?
Cuando todavía hoy se discute en medios falangistas acerca de la respuesta a cada una de estas cuestiones, parece que no es posible exigir mayor precisión a aquellos hombres que estaban articulando y definiendo un Estado en circunstancias humanas y materiales muchísimo más difíciles. Y que lo hacían con una clara voluntad de sumar fuerzas, dando como resultado una necesaria heterogeneidad apenas incapaz, a veces, de poner sordina a las contradicciones. No olvidemos tampoco que, en la nueva situación nacida de la guerra, encontraron acomodo muchos de los que se habían caracterizado por su antipatía hacia la Falange en vida de José Antonio.
En todo caso, las ideas vertebradoras del nacionalsindicalismo se plasmaron en numerosas realidades prácticas que permiten atribuir a la obra de los falangistas integrados en la España de Franco realizaciones tan trascendentales como el cambio social, la promoción político-social de la mujer, la formación de la juventud y la Organización Sindical. Por supuesto que esta afirmación no supone negar las deficiencias y los desequilibrios, menos aún pretende que el nacionalsindicalismo tuviera en la arquitectura del Nuevo Estado una hegemonía que en ningún momento alcanzó, ni oculta las diferencias entre las realizaciones y algunos de las propuestas teóricas de José Antonio o de Ramiro Ledesma. Esta afirmación se deduce del sano realismo que supone comparar la España en cuya edificación intervino activamente la Falange, con la España anterior e incluso con la de nuestros días.
Esta afirmación tampoco impide constatar que, a finales de los años cincuenta, la Falange quedó definitivamente descartada como solución de futuro para el régimen, precisamente cuando adquiría madurez para la actividad política la primera generación falangista de posguerra compuesta por hombres formados en el SEU, el Frente de Juventudes y la Guardia de Franco. En palabras del falangista Girón de Velasco, son los momentos en que se produce "la sustitución de la influencia del cardenal Herrera por monseñor Escrivá de Balaguer". (Si la memoria no me falla, Barcelona: Planeta, 1994, p. 201).
Soplaban nuevos vientos, y el Gobierno español hace suya la idea de que en la situación del momento la problemática política (es decir, las ideas) tiene que ceder ante la problemática técnica. Se abre así un período en el que se aprueba la Ley de Principios del Movimiento Nacional y la Ley Orgánica del Estado y se introducen, sin apenas discrepancias notables, las exigencias de libertad religiosa del Concilio Vaticano II, “tan opuesto a la significación originaria del Alzamiento y Régimen español como a la tradicional doctrina de la propia Iglesia católica”, en expresión de Rafael Gambra (Tradición o mimetismo, Madrid: IEP, 1976, 89).
Las dificultades exteriores y, sobre todo, el deterioro del espíritu religioso y patriótico en el interior, coinciden con una evolución hacia la democracia liberal y el socialismo entonces vigentes y una progresiva europeización bajo el pretexto del desarrollo económico. El Movimiento quedó reducido a funciones burocráticas y de movilización de masas. Incluso, en sus últimos años, su dirección recayó en políticos hábiles, dispuestos a aprovechar para la demolición del Estado de las Leyes Fundamentales la capacidad instrumental de dicho organismo así como su potencial de encuadramiento y de influencia.
Por culpas ajenas y propias, la Falange entró en la llamada Transición política sin haber encontrado espacio para la brecha de serena atención. Y en esa situación seguimos.
“Victoria sin alas”, así calificó José Antonio el triunfo electoral de las derechas en noviembre de 1933. Aquellas palabras adquieren especial resonancia en la coyuntura en que nos movemos durante estos días, cuando todo hace pensar que no hay nadie dispuesto a hacer frente a una situación en la que está en peligro la propia supervivencia de España y de su personalidad forjada a lo largo de la historia.
“Porque hay algunos que frente a la marcha de la revolución creen que para aunar voluntades conviene ofrecer las soluciones más tibias; creen que se debe ocultar en la propaganda todo lo que pueda despertar una emoción o señalar una actitud enérgica y extrema. ¡Qué equivocación! A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas, y ¡ay del que no sepa levantar, frente a la poesía que destruye, la poesía que promete!”.
Cuando España se debate entre una absurda pasión política y la más extrema desilusión, José Antonio ayuda con el magisterio de su propia existencia a redescubrir la capacidad de vivir al servicio de una empresa que merece la pena; llenando de sentido cada una de sus horas y minutos, desempeñando una tarea con humildad, desprendimiento y discreción. Ni conformistas, ni indignados: el fundador de la Falange nos enseña a instalarnos en una vocación de servicio y sacrificio porque nuestra época no deja espacio a la soberbia solitaria de los utópicos ni a la pereza, disfrazada de idealismo, de aquellos que se ufanan en llamarse rebeldes.
Con José Antonio es posible un sano patriotismo que resulta urgente recuperar del auténtico basurero al que lo han arrojado las izquierdas y las derechas. Las primeras renegando de la tradición histórica, del constitutivo esencial de España que no es otro que “la interpretación católica de la vida”; las derechas haciendo precisamente de estos valores gallardete para encubrir la defensa de sus privilegios y arrojándolos por la borda cuando les han parecido un lastre pesado. Y ambas, derechas e izquierdas, cediendo terreno al chantaje de los nacionalismos parasitarios.
De esa manera, la Patria se descubre como solar del hombre que es “portador de valores eternos”, dotado de cuerpo y alma en unidad sustancial, capaz de condenarse o de salvarse, con vocación de eternidad, concepto que rescata el verdadero significado de la dignidad humana y que llena de sentido una política permanente de elevación material de la vida humana.
Para José Antonio ―como escribió José Luis López Aranguren en 1945― “la suprema libertad, cumplida en la vocación, y la suprema perfección, cumplida en la Obra acabada, se logran siempre a través de la resistencia, de lucha y, entre todas las luchas, la más alta, la lucha contra el dolor, que consiste en el sacrificio, en el heroísmo, en “dar ―como dijo José Antonio― la existencia por la esencia”, y la vida natural por la vida angélica” (La Filosofía de Eugenio d´Ors, Madrid: Ediciones y Publicaciones Españolas, S. A, 1945, p. 148).
Y es que parecen escritas para él, las palabras que él mismo pronunció ante los despojos de un mártir, y que siguen dando testimonio de la gran esperanza, la única esperanza posible en este 20 de noviembre de victorias sin alas:
“Que Dios te dé su eterno descanso y a nosotros nos niegue el descanso hasta que sepamos ganar para España la cosecha que siembra tu muerte”.