Se celebran 150 años desde la proclamación del Reino de Italia en 1861. La unificación (necesaria en un momento de ocaso de los “pequeños estados”) se hizo mal.
 
Vista por sus autores como “Risorgimento”, o sea, como la Revolución italiana, ha dejado tres heridas en el ethos italiano tradicional: la cuestión meridional, la cuestión federal y la cuestión católica, complicada hasta 1929 por la “cuestión romana”. Por todo eso, para quien escribe, habría que decir: unidad sí, Risorgimento, no.

Las celebraciones del ciento cincuenta aniversario de la Unidad italiana se desarrollan de acuerdo con un guión: el vértice del Estado, enfervorizado, tonos en general moderados, protagonismo de los consabidos artistas y VIP de profesión antifascista y antiberlusconiana y la mayoría de los ciudadanos, indiferentes.

Las banderas tricolores que ondean por todas partes, parecen más el fruto de iniciativas institudionales y de consignas dirigidas al interior de lo que resta de la vieja infraestructura propagandística socialcomunista, que iniciativa de ciudadanos privados.

La línea de la que es portavoz la presidencia de la República es netamente aquella filo-democratica (filo mazziniana-garibaldina e repubblicana) y no la filo-monarquica; la preferencia por el “patriotismo constitucional” es evidente.



Quizá solo la jerarquía de la Iglesia italiana y sus órganos de comunicación han dado un cierto espesor al evento. Una línea parece aflorar en el episcopado y en la secretaría de estado: no remover discordias pasadas, acoger benévolamente la unidad, subrayar que la Italia-nación no surgió en 1861 sino que existía desde siglos y era católica: es decir, patriotismo cultural y religioso frente al constitucional

Poco espacio queda para el juicio sobre el Risorgimento como cambio cultural (“cultural shift”) y como Revolución italiana: ¿Debemos lamentarlo?

Diría que no: hace uno o dos años, se podían temer posicionamientos más pronunciados desde las posiciones propias del Risorgimento (algo típico de la corriente demócrata-cristiana). Ahora es evidente una toma de distancia, aunque la preocupación sea sobre la unidad nacional y su futuro. Que Italia tenga la clase política que tiene (sobre todo en sus vértices institucionales, menos en el gobierno y en el parlamento) es un hecho que la Iglesia no parece tener la intención de poner en discusión. Personalmente me alegro de la toma de distancia.