Uno de los preceptos más perversos contenidos en la llamada Ley de memoria histórica es el que ordena: «Los órganos que tengan atribuida la titularidad o conservación de los monumentos, edificios y lugares de titularidad estatal, tomarán las medidas oportunas para la retirada de los escudos, insignias, placas y otras menciones conmemorativas de la Guerra Civil, existentes en los mismos, cuando exalten a uno sólo de los bandos enfrentados en ella o se identifiquen con el régimen instaurado en España a su término».
Debajo de la confusa redacción, se pueden extraer las consecuencias implícitas: solamente habrá memoria pública de las personas y circunstancias que se identifiquen con la República del Frente Popular.
La España del presidente Rodríguez se convierte así en émula de los tiranos romanos que aplicaban la damnatio memoriae (literalmente, condena de la memoria) para, después de haber ocupado el poder, borrar todas las huellas que pudieran recordar a su predecesores y las obras por ellos realizadas. Y la democracia española se consolida, ahora en virtud de un precepto legal, en un régimen iconoclasta, es decir en un sistema político que práctica la destrucción sistemática de testimonios de alto valor histórico y documental.
Otras veces, se prefiere recurrir a la acción directa. Es el caso de lo ocurrido en el cementerio de la localidad de Castuera (Badajoz) donde se conserva la tumba de un soldado del Ejército Nacional llamado Antonio López Romero que murió en el Hospital Militar el 6 de septiembre de 1938 como consecuencia de heridas recibidas en acción de guerra.
En las fotografías que acompañan a este artículo se puede comprobar la profanación de que ha sido objeto la cruz de esta tumba, completamente retorcida, así como la lápida que honraba la memoria del caído y de la que ha desaparecido hasta una fotografía que rescataba del olvido a este extremeño. Son las consecuencias de la siembra de odio sistemáticamente llevada a cabo desde la izquierda.
Paradójicamente, a pocos metros se glorifica a personas y situaciones vinculadas al bando derrotado, silenciando, eso sí, otros episodios no menos trágicos. Solo por citar uno de ellos, en la mañana del 22 de agosto, veinticuatro detenidos fueron montados en el tren y, al llegar a las inmediaciones del apeadero de El Quintillo, les obligaron a bajar, les hicieron varios disparos en las piernas, al caer al suelo les echaron encima leña y los rociaron con gasolina, prendiéndole seguidamente fuego y quemándolos cuando aún estaban con vida. Entre los asesinados figuraban el Párroco, Andrés Helguera Muñoz, y el primer alcalde que tuvo la República en Castuera: Camilo Salamanca Jiménez. La lista de las víctimas había sido seleccionada la noche antes en una reunión del Comité del Frente Popular que tuvo lugar en el Ayuntamiento.
Desde estas líneas hacemos un llamamiento a los responsables de este hecho para que le pongan fin. En primer lugar, no olvidando que la historia es conocimiento racional del pasado, no distorsión o selección interesada efectuada desde los intereses y presupuestos ideológicos.
Y también, restaurando a su estado original la tumba de Antonio López Romero y velando por todas las que se pudieran encontrar en semejantes circunstancias.
Porque, si algo merece respeto, es una cruz y una sepultura. Y en España, todos tenemos muertos, dignidad y memoria.