Con motivo de la Primera Guerra Mundial, en España aparecieron las tendencias que conocemos como “germanófilos” y “aliadófilos”, que se enzarzaron en una serie de polémicas. Don José Ortega y Gasset entró en ellas. Aunque hombre de formación eminentemente germánica, Ortega decantó sus simpatías por el bando de los Aliados.
 
Con respecto a la neutralidad española en el conflicto, lo que a Ortega le dolía era que fuese una neutralidad fruto de la impotencia, y del aislamiento de España con respecto a los problemas del mundo. No se trataba de una neutralidad basada en la voluntad deliberada y razonada de mantenerse al margen, sino de una especie de autismo político, que a los españoles nos hacía esquivar los grandes conflictos, limitándonos a contemplarlos. Esa neutralidad sería, por tanto, un rasgo más de la desvertebración de España, necesitada urgentemente de una regeneración, que le permitiera volver a estar presente en los destinos de Europa.

En la Primera Guerra Mundial tomaron parte, como voluntarios, algo más de 2.000 españoles, alistados como voluntarios en el ejército francés a través de la Legión Extranjera. Casi un 50 por cien eran catalanes y, bastantes de entre ellos, lo hicieron como separatistas, con la esperanza de que tras la victoria de los Aliados, estos dieran la “autodeterminación” a Cataluña (por eso, los separatistas catalanes hicieron aumentar en sus propagandas la cifra de esos voluntarios hasta la de 20.000, multiplicando por 10 la real).



En cambio, en la Segunda Guerra Mundial hubo una presencia española mucho más notable. De creer a los que han redactado las cartelas que acompañan a ciertos mapas en el recién inaugurado Museo del Ejército de Toledo, unos 100.000 españoles habrían combatido en los distintos ejércitos del bando Aliado y algo menos de 50.000 en la campaña contra el comunismo, integrados en la División Azul.
 
La primera de las cifras es una broma. Una muestra más del empeño de nuestros pequeños dictadores de la “Memoria Histórica” por deformar la verdad. Esa cifra supone multiplicar por 10 la cifra real de quienes sirvieron de alguna manera en el bando aliado. Parece que lo de multiplicar por 10 ya es una tradición… Y desde luego ignora que en casi todas las ocasiones, quienes lucharon en ese bando, lo hicieron forzados por las circunstancias, y en la inmensa mayoría de los casos difícilmente se puede hablar de genuina voluntariedad.

La cifra de quienes decidieron tomar parte en la Segunda Guerra Mundial a través de la División Azul es mucho más importante de la de quienes lo hicieron en unidades militares francesas o soviéticas. Y es la expresión de una masa humana genuinamente voluntaria.

Por las memorias de Jesús Hernández (“Yo fui ministro de Stalin en España”), Enrique Castro (“Mi fe se perdió en Moscú”) y Manuel Tagüeña (“Testimonio de dos guerras”), sabemos fehacientemente que quienes se alistaron para servir en fuerzas soviéticas lo hicieron para no morir de hambre. En cuanto al puñado de miles de exiliados que se unió en 19391940 a la Legión Francesa, fueron presionados para hacerlo con todo tipo de amenazas, y varias docenas de miles más fueron reclutados a la fuerza, sin contemplación alguna, para Compañías de Trabajadores Extranjeros, que eran unidades auxiliares laborales donde sus integrantes tenían más el carácter de penados obligados a trabajar que otra cosa.
 
En cambio, en la División Azul, y pese a que la historiografía izquierdista se empeña machaconamente en afirmar lo contrario con argumentos inverosímiles, siempre se militó de manera voluntaria.

El tema es objeto de un vivo debate, que está lejos de cerrarse.
 
Partiendo de que en cada voluntario de la División Azul confluían una variedad de motivos, y no uno solo, lo que resulta llamativo es que fueran muchos los que lo hicieron pensando en que España no podía estar ausente en la gran batalla que se estaba librando, siendo este uno más entre los motivos que les impulsaron para decidir el enrolarse. Había que “europeizar España” (y tomó prestada la idea orteguiana) haciéndola presente en aquella gran batalla contra el comunismo.

Quien crea que estoy fantaseando, que lea con detenimiento el Diario de la Campaña de Rusia de Dionisio Ridruejo, personaje altamente representativo, y verá expresada con nitidez esa voluntad de hacer presente a España en una Europa que estaba tratando de solventar mediante la guerra sus grandes problemas.
Sin embargo, se alegará, Ridruejo es un caso excepcional. Personaje de gran altura intelectual, sus motivos no tenían por qué ser representativos del sencillo voluntario “de a pie” que sirvió en la División Azul.

Para los voluntarios de la División Azul, se trataba de combatir al comunismo encarnado en Stalin y su sistema, sentido como peligro mortal para toda Europa. En España, y teniendo presente la explicación entonces al uso del significado de la Guerra Civil, ya se había derrotado al comunismo local (presentado como títere de Moscú). ¿Por qué era necesario entonces marchar a miles de kilómetros de distancia para continuar esa lucha, que por otra parte Alemania parecía capaz de realizar por sí sola, como acreditaban las fulgurantes victorias que había obtenido en años anteriores? Tras tres años de cruel guerra sobre el solar patrio, los anticomunistas españoles bien podían pensar que ellos ya habían cumplido con su parte.




Cambiemos de tercio. Hoy conocemos de manera muy detallada el proceso de toma de decisiones en el III Reich, y por tanto sabemos sin lugar alguno a dudas, que Hitler y sus colaboradores se lanzaron a la Segunda Guerra Mundial pensando única y exclusivamente en los intereses nacionales alemanes, tal y como ellos los entendían. La idea de que el III Reich combatía “por Europa” solo aparece a partir de junio de 1941, cuando la guerra ya llevaba dos años de duración, y con motivo del ataque a la URSS.

También sabemos que el hecho de que “Europa” se incorporara como tema al arsenal propagandístico del III Reich no significa que Hitler y sus colaboradores se convirtieran de golpe en genuinos “europeístas”. Nada más lejano a la realidad. Hasta el final del conflicto siguieron desarrollando una política completamente nacionalista (y racista). Esta falta de una dimensión genuinamente europeísta será, precisamente, una de las causas de la derrota del III Reich.
 
Pero, por la misma razón antes expuesta, conocemos también que no todos los alemanes carecieron de esa perspectiva europeísta. De hecho, hubo sectores políticos –del Estado alemán y del partido nacionalsocialista- y militares que captaron que sin la colaboración del resto de Europa, ganar la Segunda Guerra Mundial era un sueño imposible, un proyecto que podía acabar en la pesadilla en que acabó.




Uno de los ejemplos de esas tendencias fue una relativamente modesta revista que se bautizó como “La Joven Europa”, lanzada y difundida por círculos europeístas alemanes, con ediciones en numerosas lenguas europeas, y que tenía como destinatario un público muy especial y concreto: la comunidad académica. Tanto los universitarios que permanecían en sus puestos de trabajo como, más especialmente, los que servían como soldados en el Frente del Este, integrados en el Ejército alemán, en los de sus aliados (Rumanía, Hungría, Italia, Finlandia, Eslovaquia) e incluso en las unidades de voluntarios anticomunistas reclutadas en otros países, incluyendo, claro está, la División Azul.
 
Entre las distintas ediciones, no faltó una española. En ella se reprodujeron una serie de artículos de intelectuales españoles del momento (desde Giménez Caballero a Tovar) y también muchos textos enviados desde el frente por voluntarios de la División Azul.

Que esta publicación, “La Joven Europa”, tuviera una acogida especialmente favorable en las filas de la División Azul no puede extrañarnos: nunca jamás, ni antes ni después, ha habido una unidad militar española con tanta presencia de universitarios en sus filas. El Sindicato de Estudiantes Universitario (SEU) falangista fue un vivero especialmente fértil a la hora de aportar combatientes a esta unidad, en la que sirvieron, casi siempre como simples soldados, miles de jóvenes que ya habían terminado sus estudios universitarios, otros miles que estaban cursándolos, y otros miles más que ya habían terminado su Bachillerato (un Bachillerato muy distinto del actual, cuyo título acreditaba estar en posesión de unos conocimientos que para sí quisieran hoy muchos licenciados actuales…)

Por eso el análisis de las aportaciones de autores españoles a esta sorprendente revista no es un ejercicio de pura erudición. Demuestra, y de manera palpable, el “europeísmo” existente en la División Azul. Evidencia, con más fuerza aún que el antes citado Diario de la Campaña de Rusia de Ridruejo, que la idea de luchar por Europa, de estar presente en Europa, anidaba en muchos corazones de voluntarios españoles. Eran españoles que, a su manera, habían hecho suya la idea orteguiana de que España no podía dejar de hacerse sentir en los campos de batalla donde se dilucidaban los grandes problemas de Europa.

Los especialistas en historia diplomática han presentado a menudo a la División Azul como una baza del gobierno de Franco para, de cara a una eventual victoria alemana en la guerra, poder presentar reivindicaciones territoriales en el espacio norteafricano. Es posible que esa razón pesase en las altas instancias gubernamentales. Pero al divisionario de a pie la expansión colonial le resultó muy indiferente. En las páginas de “La Joven Europa”, pero también en las de la publicación que la División editó en Rusia (“Hoja de Campaña”), y en numerosos libros y artículos escritos entonces, y también después de la campaña, por divisionarios, les oímos hablar de Europa, y no de otra cosa.


Ediciones Nueva República me propuso hacerme cargo de la edición de una recopilación de los textos escritos por españoles –muchos de ellos miembros de la División Azul- en “La Joven Europa”. Y me pareció una idea interesante, para sacar a la luz esta perspectiva sobre la gran unidad de voluntarios españoles, casi completamente ignorada.

Redacté una introducción general al tema, reseñas sobre el contenido de cada uno de los números donde aparecían artículos de españoles, y unas notas sobre los españoles que allí escribieron. Notas que a veces debían ser forzosamente breves porque se trataba de sencillos voluntarios, de los que se sabe poco o nada en bastantes casos. Es curioso, pero eso es lo que da valor a esos testimonios. Si las firmas fueran todas de autoridades, políticas o académicas, siempre podríamos pensar que estaban escribiendo “lo que tocaba decir”. Pero no, muchos de esos textos son de hombres completamente “anónimos”: representan por tanto un sentir genuino, profundo, auténtico.

Ahora Ediciones Nueva República acaba de publicar ese texto. Que invito a leer a quienes sigan pensando que sobre la División Azul y su significado en la historia de España (¡y de Europa!) aún hay mucho que discutir.
Europeismo no es tener una determinada idea de Europa, como la que pueda haberse plasmado en la actual Unión Europea. Es colocar a Europa en el centro de un discurso. Y visto con esa perspectiva, pocas dudas pueden cabernos de que la División Azul fue una singular encarnación de un europeísmo español. Falange, ya lo sabemos, bebió en las fuentes de Ortega. Y la División Azul, independientemente que más o menos de sus integrantes fueran falangistas, surgió como proyecto por impulso falangista. Por eso, en realidad, nada hay de sorprendente en que tuviera esa dimensión europeísta que captamos en la lectura de los textos de “La Joven Europa”.

 FICHA TÉCNICA  COMPRA ONLINE
Título: "La Joven Europa" (19421943) Antología de escritos divisionarios y españoles Ediciones Nueva República
Autor: Carlos Caballero Jurado (ed.)  
Editorial: Ediciones Nueva República  
Páginas: 224  
Precio 20 euros