“Condenado ayer a muerte, pido a Dios que si todavía no me exime de llegar a ese trance, me conserve hasta el fin la decorosa conformidad con que lo preveo y, al juzgar mi alma no le aplique la medida de mis merecimientos, sino la de su infinita misericordia” (Testamento, 18-noviembre1936).
Estas palabras, escritas por José Antonio en vísperas de cumplirse la condena dictada en su contra por un Tribunal Popular de la República, definen una actitud espiritual que no se improvisa en poco tiempo. Tan expresivas o más, son algunas consideraciones que aparecen en las cartas de despedida a sus familiares, amigos y camaradas:
“Quisiera haber muerto despacio, en casa y cama propias, rodeado de caras familiares y respirando un aroma religioso de Sacramentos y recomendaciones del alma: es decir, con todo el rito y la ternura de la muerte tradicional. Pero esto no se elige: Dios quizá quiera que acabe de otro modo. El acoja mi alma (que ayer preparé con una buena confesión) y me sostenga para que la decorosa resignación con que muera no desdiga junto al sacrificio de tantas muertes frescas y generosas como tú y yo hemos conmemorado juntos” (A Rafael Sánchez Mazas).
Esta decorosa conformidad, que él tenía plena conciencia de estar sostenida por la Gracia, habría de durar hasta el momento mismo de la muerte. Según frases textuales de Guillermo Toscano Rodríguez, que fue el que le dio el tiro de gracia: “José Antonio murió con gran entereza y una vez colocado ante sus ejecutores dio los gritos habituales de la Falange, ¡Arriba España!, con voz fuerte y llena, siendo secundado por las otras víctimas, que también dijeron ¡Arriba España!, cayendo enseguida atravesado por las balas” (La dominación roja en España, 29).
Apenas dos años antes, en abril de 1934, el periodista César González Ruano le había preguntado por qué hubiera sentido morir aquella tarde en un atentado: “Por no saber si estaba preparado para morir. La eternidad me preocupa hondamente. Soy enemigo de las improvisaciones, igual en un discurso que en una muerte. La improvisación es una actitud de la escuela romántica, y no me gusta...” (ABC, 11-abril1934). Efectivamente, la eternidad preocupaba hondamente a José Antonio, por eso había afirmado: “Frente al problema dramático y profundo de todos los hombres ante los misterios eternos, no se nos puede contestar con evasivas. Contesta a esas preguntas la voz de Dios, o contesta la voz satánica del antidiós, aunque sea disfrazada con la sonrisa hipócrita de don Fernando de los Ríos” (Discurso pronunciado en Cádiz, 12-noviembre1933).
La personalidad religiosa de José Antonio es bien conocida y, en general, ha sido enjuiciada positivamente por los que tuvieron ocasión de tratarle o se han acercado con rectitud a su pensamiento. Ése es precisamente el título de un trabajo de Cecilio de Miguel Medina (Editorial Almena, Madrid, 1975), quien dedica los dos primeros capítulos a la vida cristiana y al perfil humano de José Antonio. Aquí se recogen la mayoría de los testimonios conocidos acerca de la cuestión que permiten dibujar a un hombre creyente, fiel cumplidor de sus deberes religiosos y definido por la nobleza de su carácter, profesionalidad, elegancia en el trato, leal, optimismo y espíritu de servicio. Más tarde trata el autor de justificar su pensamiento con relación a cuestiones como el Estado totalitario y las relaciones Iglesia-Estado, llegando a una explicación que deja a salvo la ortodoxia de José Antonio.
En este artículo no vamos a considerar las manifestaciones que su religiosidad tuvo en la vida de José Antonio, ni siquiera en la medida en que pueden ser conocidas mediante indicios exteriores. Nos interesa más comprobar si en la Falange por él fundada, José Antonio también marcó la impronta de ese catolicismo y en qué manera lo hizo. Y ello por tres razones:
1. Porque estamos totalmente de acuerdo con la apreciación de Muñoz Alonso en el sentido de que “el título universal de gracia y de desdoro, de vituperio y de excelsitud, de admiración y de repulsa, de seducción y de extrañamiento de su nombre se cifra en la fundación de la Falange” y esto hasta tal punto que, una consideración en abstracto de la persona de José Antonio, al margen de su obra (la Falange), también en el terreno religioso, haría de él “un pensador intransitivo y un político frustrado” (Un pensador para un pueblo, Ediciones Almena, Madrid, 1974, 387).
2. Porque la cuestión no parece que pueda darse por fácilmente resuelta: ya en los años fundacionales fue ocasión de conflicto y posteriormente ha reaparecido con alguna frecuencia. Ilustra a este respecto la ostentosa retirada del consejero nacional Francisco Moreno Herrera porque a su juicio la Norma Programática, recientemente aprobada, adoptaba “una actitud laica ante el hecho religioso y de subordinación de los intereses de la Iglesia y del Estado” y, más en concreto, el punto 25 estaría informado por un espíritu “francamente herético” (ABC, 30-noviembre1934). La respuesta de José Antonio —no exenta de ironía— fue contundente:
“El marqués de la Eliseda buscaba hace tiempo pretexto para apartarse de Falange Española de las J.O.N.S., cuyos rigores compartió bien poco. No ha querido hacerlo sin dejar tras de sí, como despedida, una ruidosa declaración que se pudiera suponer guiada por el propósito de sobresaltar la conciencia religiosa de innumerables católicos alistados en la Falange.
Estos, sin embargo, son inteligentes de sobra para saber: primero, que la declaración sobre el problema religioso contenido en el punto 25 del programa de Falange Española y de las J.O.N.S. coincide exactamente con la manera de entender el problema que tuvieron nuestros más preclaros y católicos reyes, y segundo, que la Iglesia tiene sus doctores para calificar el acierto de cada cual en materia religiosa; pero que, desde luego, entre esos doctores no figura hasta ahora el Marqués de la Eliseda” (ABC, 1-diciembre1934).
3. Porque de poco nos serviría considerar a José Antonio como un católico hasta ejemplar, si se quiere, en su vida individual pero incoherente después con su fe en la vida pública. Un catolicismo como el que ya en aquellos años propugnaban algunos y que se ha hecho norma común en nuestros días.
Toda interpretación acerca de la impronta religiosa de la Falange debe huir de dos extremos viciosos. Primero, considerarla una mera apreciación de carácter histórico-cultural (el catolicismo, como elemento que ha configurado el pasado de España) pero exento de toda consecuencia práctica en la actualidad. El propio José Antonio, sin olvidar su insustituible aportación en la configuración de España, se inclina por una valoración preferente del contenido dogmático del catolicismo: “La interpretación católica de la vida es, en primer lugar, la verdadera; pero es, además, históricamente, la española” (Puntos Iniciales, 7-diciembre1933).
El segundo error, más pernicioso, sería considerar a José Antonio —por el tenor literal de algunas afirmaciones— una especie de precursor de las ideas de separación Iglesia-Estado, libertad religiosa y estados aconfesionales promovidas por el Concilio Vaticano Segundo y la práctica más reciente de la Iglesia Católica.
El segundo error, más pernicioso, sería considerar a José Antonio —por el tenor literal de algunas afirmaciones— una especie de precursor de las ideas de separación Iglesia-Estado, libertad religiosa y estados aconfesionales promovidas por el Concilio Vaticano Segundo y la práctica más reciente de la Iglesia Católica.
Conviene, por el contrario, precisar cuáles son los valores que por exigencia de la condición humana iluminada por la Revelación cristiana, son imperativos en todo tiempo, cualesquiera que sean los modos cambiantes en el campo de la gestión política. Podemos resumirlos en cuatro inspirándonos en las enseñanzas sobre Doctrina Social de la Iglesia expuestas en diversos lugares por el Obispo de Cuenca.
1. Reconocimiento de Dios
2. Reconocimiento de la Ley de Dios en la acción política
Un alto número de normas y decisiones en la vida pública dependen de la apreciación de circunstancias y de las preferencias legítimas de los interesados; de ahí que puedan y deban estar directamente vinculadas a la participación de los ciudadanos.
Pero hay valores morales implícitos en la Ley de Dios que no pueden quedar a merced del oleaje de las opiniones ni de posturas agnósticas o escépticas. La autoridad y todos los que tienen responsabilidad social tienen la obligación de (obsérvense los términos) profesarlos, defenderlos y promoverlos. Si no lo hace, el que gobierna se priva de su radical legitimidad (que viene de Dios).
“La subordinación del sistema político al orden moral, si ha de realizarse como es debido en forma jurídica y de modo que en democracia se evite la contradicción entre el deber moral y un “derecho de mayorías”, sólo se puede garantizar estableciéndola en la Constitución: mediante un principio constitucional y un poder que lo haga cumplir. Sólo así el sistema es moral” (Boletín Oficial del Obispado de Cuenca 810(1988)154).
Y no se diga que esto supone merma de la libertad: “Es en la aceptación de la primacía del deber, como reflejo de una vocación y una misión intransferibles, la que da grandeza moral y libertad al hombre” (Boletín Oficial del Obispado de Cuenca 11(1976)366).
3. Sentido espiritual de la Patria
- que ha recibido un patrimonio;
- que ha de conformar y respetar un ambiente moral en el que los ciudadanos puedan lograr su desarrollo armónico, que no puede excluir, por el contrario, debe estar inseparablemente vinculado a la propia salvación eterna;
- y que ejerce una paternidad inseparable de una tradición viva y creadora, que las generaciones sucesivas nutren y se transmiten.
Por todo ello es Patria (la misma raíz que padre) y el amor cristiano a la Patria es ejercicio de la virtud de la piedad. Para que no falte a las nuevas generaciones esa herencia, hay que exigir que se respete la prioridad de las exigencias de la moral familiar y la educación cristiana de la juventud.
4. Vigilancia
4. Vigilancia
Como ese tesoro está expuesto a los que lo niegan o pretenden saltearlo, y no menos a la desidia imprevisora de los que más obligados estamos a defenderlo, hay que vigilar activamente frente a los enemigos de este patrimonio que ha configurado a España y a la civilización cristiana.
Según la enseñanza de la Iglesia, la misión del poder y de las leyes no es sólo registrar lo que se hace sino estimular lo que debe hacerse. Si, por el contrario, los propios dirigentes se desinteresan y si a la desidia se une la complicidad ante la siembra de incitaciones disolventes, entonces no cabrá extrañarse de que se acelere el proceso de erosión moral, y de que crezcan a la par la contradicción y la impotencia de los responsables.
Bastarán algunas referencias a los aspectos más significativos para demostrar la coherencia de la doctrina de José Antonio con los principios expuestos.
1. Reconocimiento de la soberanía de Dios en la acción política. Fundamentación dogmática
1. Reconocimiento de la soberanía de Dios en la acción política. Fundamentación dogmática
Ya antes de fundar la Falange José Antonio se preguntaba: “en España ¿a qué puede conducir la exaltación de lo genuino nacional sino a encontrar las constantes católicas de nuestra misión en el mundo” (Carta a Julián Pemartín, 2-abril1933). Y dicha afirmación se hará más explícita con posterioridad:
“Queremos que el espíritu religioso, clave de los mejores arcos de nuestra historia, sea respetado y amparado como se merece, sin que por eso el Estado se inmiscuya en funciones que no le son propias ni comparta -como lo hacía, tal vez por otros intereses que los de la verdadera Religión- funciones que sí le corresponde realizar por sí mismo” (Discurso fundacional de Falange Española, 29-octubre1933).
“Falange Española no puede considerar la vida como un mero juego de factores económicos. No acepta la interpretación materialista de la historia.
Lo espiritual ha sido y es el resorte decisivo en la vida de los hombres y de los pueblos.
Aspecto preeminente de lo espiritual es lo religioso. Ningún hombre puede dejar de formularse las eternas preguntas sobre la vida y la muerte, sobre la creación y el más allá.
A esas preguntas no se puede contestar con evasivas; hay que contestar con la afirmación o con la negación.
España contestó siempre con la afirmación católica.
La interpretación católica de la vida es, en primer lugar, la verdadera; pero es además, históricamente, la española.
Por su sentido de CATOLICIDAD, de UNIVERSALIDAD, ganó España al mar y a la barbarie continentes desconocidos. Los ganó para incorporar a quienes los habitaban a una empresa universal de salvación.
Así, pues, toda reconstrucción de España ha de tener un sentido católico.
Esto no quiere decir que vayan a renacer las persecuciones contra quienes no lo sean. Los tiempos de las persecuciones religiosas han pasado.
Tampoco quiere decir que el Estado vaya a asumir directamente funciones religiosas que correspondan a la Iglesia,
Ni menos que vaya a tolerar intromisiones o maquinaciones de la Iglesia, con daño posible para la dignidad del Estado o para la integridad nacional.
Quiere decir que el Estado nuevo se inspirará en el espíritu religioso católico tradicional en España y concordará con la Iglesia las consideraciones y el amparo que le son debidos” (Puntos Iniciales, 7-diciembre1933).
“Nuestro Movimiento incorpora el sentido católico –de gloriosa tradición y predominante en España– a la reconstrucción nacional.
La Iglesia y el Estado concordarán sus facultades respectivas, sin que se admita intromisión o actividad alguna que menoscabe la dignidad del Estado o la integridad nacional”(Norma Programática, noviembre1934).
Algunas de estas expresiones han llevado a sostener que José Antonio Primo de Rivera era partidario de la separación Iglesia-Estado y del Estado aconfesional.
La cuestión está en el sentido en que se entiendan dichos términos; si es el sentido moderno, ciertamente no puede presentarse a José Antonio como un precursor de doctrinas que, de haberlas profesado entonces, le habrían situado en el terreno de la heterodoxia; si la cuestión se sitúa en los planteamientos en que se movía la Doctrina Social de la Iglesia, sobre todo desde León XIII, encontramos una adecuación sin fisuras.
El punto de partida es la existencia simultánea de las dos sociedades y de las dos autoridades consiguientes: Iglesia y Estado. Ambas son sociedades plenarias y ambas tienen su esfera propia de fines, funciones, competencias y acción de acuerdo con su propia naturaleza. Pero entre ellas existe también un ajuste porque el sujeto de tales sociedades es el mismo y hay realidades complejas que interesan a ambas sociedades. Normas rectoras del ordenado acoplamiento mutuo son la independencia y la complementariedad funcional sin confusiones, absorciones e interferencias.
La cuestión está en el sentido en que se entiendan dichos términos; si es el sentido moderno, ciertamente no puede presentarse a José Antonio como un precursor de doctrinas que, de haberlas profesado entonces, le habrían situado en el terreno de la heterodoxia; si la cuestión se sitúa en los planteamientos en que se movía la Doctrina Social de la Iglesia, sobre todo desde León XIII, encontramos una adecuación sin fisuras.
El punto de partida es la existencia simultánea de las dos sociedades y de las dos autoridades consiguientes: Iglesia y Estado. Ambas son sociedades plenarias y ambas tienen su esfera propia de fines, funciones, competencias y acción de acuerdo con su propia naturaleza. Pero entre ellas existe también un ajuste porque el sujeto de tales sociedades es el mismo y hay realidades complejas que interesan a ambas sociedades. Normas rectoras del ordenado acoplamiento mutuo son la independencia y la complementariedad funcional sin confusiones, absorciones e interferencias.
Pero la gran diferencia entre la concepción católica recogida por José Antonio y el planteamiento liberal de la separación Iglesia-Estado no radica en la aspiración a fórmulas concordatarias que regulen los campos comunes, sino en la negación de los fundamentos mismos sobre los que se establece dicha separación en la teoría liberal y que suponen la verdadera negación del orden sobrenatural al limitar la acción del Estado a la prosperidad pública de la vida mortal y despreocuparse de la eterna bienaventuranza que es el fin último del hombre:
“Falange Española considera al hombre como conjunto de un cuerpo y un alma; es decir, como capaz de un destino eterno, como portador de valores eternos
Así, pues, el máximo respeto se tributa a la dignidad humana, a la integridad del hombre y a su libertad” (Puntos Iniciales, 7-diciembre1933).
Resulta del máximo interés el que se ponga en relación la dignidad del hombre con su destino sobrenatural porque es bien sabido, frente a las ideas hoy dominantes, que la dignidad del hombre tiene origen en su ordenación a valores que trascienden la vida temporal y la libertad del hombre permite que mediante la culpa él descienda de esa dignidad y se desvíe de ese fin.).
2. Sentido espiritual de la Patria y de la justicia social
“España es “irrevocable”. Los españoles podrán decidir acerca de las cosas secundarias; peo acerca de la esencia misma de España no tienen nada que decidir. España es “nuestra” como objeto patrimonial: nuestra generación no es dueña absoluta de España: la ha recibido del esfuerzo de generaciones y generaciones anteriores y ha de entregarla, como depósito sagrado a las que le sucedan [...] Las naciones no son “contratos”, rescindibles por la voluntad de quienes los otorgan: son “fundaciones”, con sustantividad propia, no dependiente de la voluntad de pocos ni de muchos” (España es irrevocable, 19-julio1934).
También la tarea de hacer una España nueva es para José Antonio una exigencia moral y la mejora de las condiciones de vida del pueblo español, condición indispensable para que los hombres puedan llevar una existencia íntegra como seres religiosos y humanos. Si el hombre es portador de valores eternos, habrá que rodearle de los medios necesarios para que consiga el último fin para el que fue creado, es decir, para la salvación de esa alma hecha a imagen y semejanza del mismo Dios.
3. Vigilancia
Acerca de la actitud de servicio con que José Antonio Primo de Rivera propone emprender esta tarea, no es necesario insistir: estaba convencido de que en su época no era legítima la soberbia solitaria de los utópicos ni la pereza, disfrazada de idealismo, de aquellos que se ufanan en llamarse rebeldes. “La vida no vale la pena si no es para quemarla en el servicio de una empresa grande” (Discurso pronunciado en Carpio de Tajo, 25-febrero1934).
Sin embargo, atendiendo a las objeciones que pudieran hacerse, conviene una última alusión a la violencia que, como ha puesto de relieve Muñoz Alonso, en la tesis adoptada por José Antonio solo abusivamente consiente ese nombre y no es más que un medio de defensa activa frente a la violencia de quienes vulneraban la dignidad del hombre como ser espiritual.
“Yo no pensé ni por un instante que estas cosas se tuvieran que mantener por la violencia y la prueba es que mis primeras actuaciones fueron completamente pacíficas; empecé a editar un periódico y empecé a hablar en unos cuantos mítines. Y con la salida del periódico y con la celebración de los mítines se iniciaron contra nosotros agresiones, cada vez más cruentas, y por manos movidas seguramente con intención tan limpia como la de mis amigos, tal vez movidos después a represalias. Pero estas represalias vinieron mucho después; tanto después, que muchas personas que nos suponían a nosotros venidos al mundo para jugarnos la vida en defensa de su propia tranquilidad, incluso en periódicos conservadores nos afeaban que no nos entregásemos al asesinato” (Discurso en el Parlamento, 3-julio1934).
Hacia la necesaria rectificación
Sirvan estas palabras para poner conclusión a unas líneas que se han escrito no solo con la curiosidad erudita por bucear en el pensamiento político del pasado sino, sobre todo, como una voz de alarma ante la deformación que en nuestros días están sufriendo los conceptos más básicos del ordenamiento socio-político.
Todo el siglo del liberalismo se caracterizó por la dualidad entre los que alentaban la separación de la vida civil respecto a las cosas de la religión, relegadas a la conciencia individual y a las que no se consideraba en relación con el progreso, y aquellos que se resistían a ello sabiendo que la religión no sólo es parte de la vida histórica nacional sino también una necesidad moral de la vida en sociedad.
El triunfo de la primera corriente, alentada incluso por quienes más obligados estaban a defender la segunda, nos sitúa en una coyuntura dramática. La política de renuncia de la Iglesia en sus relaciones directas con los Estados se ha trasplantado a las masas católicas en el interior de cada nación, incapaces de comprometerse en puntos significativos en torno a los cuales es precisa la lucha. A lo más que se aspira es a abrirse un hueco en el juego de las mayorías para desde ahí, con toda moderación y cautela, influir en el resto de la sociedad y, prescindiendo de toda fundamentación sobrenatural, alcanzar algún reconocimiento para determinadas realidades que, según ellos, son patrimonio común. Eso sí, suponemos que hasta que una mínima variación en la composición del Parlamento derribe por tierra los tibios objetivos alcanzados.
¿Soluciones? En el terreno doctrinal no hay otra que la vuelta a la enseñanza tradicional también en este campo. Y para cuando llegue la hora de poner en práctica la doctrina, puede aportar algo de luz lo que hemos dicho acerca de cómo entendía esa doctrina José Antonio.