Dudo que seamos más de unos cientos —si digo unos miles seguro que me paso de largo— quienes pensamos que el sindicalismo ha de tener cierta participación en la vida política y en la configuración del Estado. Somos pocos y de escasa influencia.

Por eso no se entiende la pasión que ponen algunos comentaristas cuando recurren a la comparación con la vertiente sindicalista que adquirió el Estado nacido el 18 de Julio para poner en cuestión al enteco sindicalismo de la España constitucional.

Primero porque no hay ninguna relación entre este último y el sindicalismo vertical, ni por sus protagonistas ni por la función que ambos se atribuye, y, segundo, porque la valoración histórica de la aportación nacionalsindicalista dista mucho de ser negativa. A no ser que se juzgue todo con óptica liberal o socialista, que de todo hay, y en esto van de la mano.

Salvo algunas actuaciones subversivas de escaso relieve y en los últimos años, al sindicalismo de izquierda se le vio poco en la llamada oposición al Régimen de Franco. Primero, por la propia eficacia de la organización sindical estatal y, sobre todo, porque la evolución social y económica de España dejaba cada vez más en la estacada fórmulas y modelos propios de los años treinta.
 
Algunos nostálgicos parecen añorar los tiempos en que unas organizaciones revolucionarias pretendían monopolizar la representación obrera (en competencia sangrienta entre ellas mismas) al tiempo que se enfrentaban directamente a las exigencias patronales sin apenas mediación del Estado. La asociación sindical, así entendida, era instrumento de la lucha de clases y no de participación, cooperación y desarrollo social.


Primo de Rivera protagonizó el fracasado intento de integrar al Partido Socialista en el sistema liberal como había ocurrido en otros países europeos

Apenas se conocen en España ejemplos del sindicalismo reformista que trataba de procurar el cambio por vía legislativa y pacífica (cuyo prototipo es el laborismo inglés). De hecho fueron políticos conservadores como Eduardo Dato o Miguel Primo de Rivera los primeros en introducir tímidas correcciones al sarcástico despotismo de la libre competencia, del libre mercado o del libre acuerdo entre patronos y obreros para fijar las condiciones de trabajo. Más tarde, la propia dinámica que desembocó en la Guerra Civil y el posterior progreso económico propio de un mundo social interdependiente determinaron un cambio radical de escenario favorecido por la experiencia de los regímenes comunistas, con su dictadura opresiva de todos los ciudadanos y, en especial del trabajador que decían defender.

A partir de entonces (y a este modelo va a responder, el sindicalismo vertical español):

«El Sindicato se convierte progresivamente en una institución social, que ya no se interesa por la defensa de intereses inmediatos (aunque ésta sea siempre una de sus funciones importantes), sino que se interesa por la educación profesional y técnica, por la racionalización y productividad del trabajo, por la política económica general, etc. Colabora con el Estado, a la vez que reclama la asistencia y protección de éste. Controla bienes importantes y los administra cuidadosamente. Es hoy, en definitiva un poderoso instrumento de ordenación social» (esto escribía Manuel Fraga en 1961, Estructura política de España, Doncel, Madrid, p.166).

La quiebra de este modelo —llevada a cabo por la oligarquía política a partir de 1975— es el que da paso a la situación actual. Por lo tanto, para entender el papel atribuido a los sindicatos en la muy democrática España de hoy no parece lógico remontarse al régimen saliente sino al proceso denominado, con notable inexactitud, la Transición.


Es por estos años cuando, en primer lugar, no se hicieron los ajustes que la crisis de 1973 demandaba porque ello comportaba costes sociales a corto plazo que no se deseaban como escenario del cambio político. En realidad, se puede decir que se sacrificó la economía y la empresa a la política que ya protagonizaban los partidos y a la paz social que, por otra parte, se esforzaban en hacer imposible los nacientes sindicatos. El crecimiento del déficit público, del paro, de la inflación serán el escenario económico de la Transición al tiempo que los sindicatos —longa manus de la todavía indigente izquierda política— ponen en práctica su táctica de derribo y acoso.


Camacho, Carrillo, Almeida y Tamames.
 
Como explicó, en su momento, Luis Olarra «Aquí en España resultó que tanto los últimos gobiernos de Franco como el primero de la monarquía se pasaron de la raya en la toma de la economía como colchón para el cambio. Y después, los gobiernos de UCD, desde el que hizo la reforma política hasta el que perdió las elecciones de 1982 frente al socialismo, el colchón para el cambio lo convirtieron en cama redonda. El refocilamiento con las izquierdas sindicales y con las no sindicales y el pacto de claudicación de la mala conciencia con los portaestandartes de la revancha, acabaron por sentar para las empresas españolas lo peor de las condiciones posibles» (“La empresa”, en España diez años después de Franco (19751985), Planeta, Barcelona, 1986, p.107).

Más escandaloso aún fue el sistema arbitrado —y posteriormente perpetuado por la ley del estatuto de los trabajadores y la ley orgánica de libertad sindical de 1985— para otorgar a la socialista UGT y a los comunistas de CCOO el monopolio de la representatividad sindical. Mediante ese sistema un porcentaje mínimo permitía establecer una frontera insuperable entre estas organizaciones de izquierdas y el resto de los nacientes sindicatos democráticos. El fraude se completó atribuyéndoles la exclusiva de la representación institucional y favoreciendo a UGT y CCOO en el reparto de bienes inmuebles y de generosas subvenciones.

Lo perverso del sistema echó en manos de los sindicatos de izquierdas a la masa dejada a la intemperie por los partidos que han fagocitado el resto del espacio político y que han vivido ajenos a la vida sindical renunciado a participar en ella. De esta manera, tanto el PSOE, como la extinta UCD, como el PP han contribuido (en sus etapas de control del poder político) a la ausencia de un sindicalismo de sólida base y fuerte implantación favoreciendo la supervivencia de unos organismos parasitarios de las leyes, los respectivos gobiernos y la patronal.

El déficit democrático del proceso orquestado por la oligarquía política en 1978 es la verdadera raíz de la situación actual. Así se explican fenómenos como la ausencia de conflictividad en situaciones de crisis tan graves como la que atravesamos y escenificaciones como la huelga general del 29 de septiembre, varios meses después de que se anunciaran las medidas gubernamentales que, presuntamente, las provocan.


Resulta simplista reducir la inspiración del sistema sindical articulado en España a partir de la Guerra Civil a las aportaciones del nacionalsindicalismo en cualquiera de sus formulaciones más o menos radicales.

Es cierto que la Falange se propuso desde sus inicios la superación de la lucha de clases que la izquierda utilizaba como instrumento de subversión política y propuso la participación en la vida económica, social y política a través de la organización sindical. No es menos palmario que «la preocupación falangista por las gentes menos favorecidas, por la función social de la propiedad, por la redistribución de las rentas, por la dignificación del trabajador, por la reforma agraria, por la superación de la lucha de clases y por la humanización de la empresa era más auténtica e iba mucho más lejos que cuanto hasta entonces habían ofrecido, entre nosotros, los católicos, los conservadores y los liberales» (FERNÁNDEZ DE LA MORA, Gonzalo, «Estructura conceptual del Nuevo Estado», Razón Española  56(1992)279).
 
Pero, como recientemente ha recordado González Cuevas, la zona nacional se configuró a partir del apoyo recibido por fuerzas políticas muy diversas: falangistas, carlistas, monárquicos alfonsinos, cedistas, republicanos conservadores, regionalistas moderados…, de una legitimación llevada a cabo por la jerarquía católica y de una hegemonía impuesta por los militares a los políticos bajo el arbitraje del Generalísimo Franco (Cfr. GONZÁLEZ CUEVAS, Pedro Carlos, «Los grupos político-intelectuales en la era de Franco», Razón Española 134(2005)301-323).



Por eso, por el largo transcurso del tiempo y las cambiantes realidades, el Estado nacido del 18 de Julio —y no solo en el sindicalismo— será el resultado de un proceso al que contribuyeron aportaciones muy diversas y no hubo una inspiración homogénea.

Como muy bien ha explicado Luis Mayor Martínez (Ideologías dominantes en el sindicato vertical, Zero, Algorta, 1972) entre las fuentes de la organización sindical española se contaban, sin duda, las JONS de Ramiro Ledesma y Onésimo Redondo y la Falange de José Antonio, pero también el pensamiento tradicionalista español (cfr. CODON, José María, La tradición en José Antonio y el sindicalismo en Mella, FN editorial, Madrid, 1978) y autores como Ortega y Maeztu. Todo ello sin desdeñar los precedentes del sindicalismo marxista y del movimiento anarco-sindicalista con el que había concomitancias evidentes al tiempo que grandes diferencias.

No olvidemos, por último, que la concepción orgánica de la comunidad política que hace del sindicato o asociación profesional instrumento de organización social había sido expuesta con todo vigor por Pío XI en la Encíclica Quadragesimo Anno (1931): «Como, siguiendo el impulso natural, los que están juntos en un lugar forman una ciudad, así los que se ocupan de una misma arte o profesión, sea económica, sea de otra especie, forman asociaciones o cuerpos, hasta el punto que muchos consideran esas agrupaciones que gozan de su propio derecho, si no esenciales a la sociedad, al menos connaturales con ella» (nº 36). Por cierto, que la evolución posterior de la Doctrina Social de la Iglesia y el apoyo, todavía hoy, de la llamada “Pastoral Obrera” a los sindicatos de izquierda han mandado al baúl de los recuerdos las enseñanzas del papa Ratti.

No me parece justo recordar el trabajo de alguno de los miles de españoles que trabajaron al servicio de la Organización Sindical Española para denigrar a alguno de sus descendientes. Convendría releer el trabajo publicado por Ángel López de Fez en el que se deja constancia de dónde procedían, qué eran, cómo eran, qué hicieron algunos de los trabajadores de aquel sindicalismo (“La dimensión humana en la Organización Sindical Española”, en El legado de Franco. II, FNFF, Madrid, 2000, pp. 163-216). Aquí se apunta a la “clave sindical” como una de las razones que explican la transformación económica y social de España:
 
«Esa gigantesca red humana extendida por toda España estaba integrada por auténticos trabajadores elegidos en las empresas como enlaces, jurados y vocales en Consejos de Administración, como vocales locales, provinciales y nacionales en sus Juntas Sociales (más tarde Uniones de Trabajadores) y Consejos Provinciales y Nacionales. Auténticos trabajadores, muchos de ellos procedentes de las antiguas UGT y CNT, muchos de ellos auténticos líderes sindicales, que participaron en el desarrollo de la legislación social y en sus reivindicaciones, ajenos seguramente a muchos aspectos de la política, pero firmes y duros en no retroceder un paso en las conquistas laborales desde sus Juntas y Congresos hasta las Cortes»  Ibid., p.164).



Una realidad en acentuado contraste con lo que había ocurrido hasta entonces, mientras las premisas teóricas y las realizaciones prácticas del liberalismo gestaron la aparición de unas alternativas revolucionarias, desembocando en un paroxismo del que se empezó a salir no sin grandes dificultades a partir de 1939. El estado de cosas que comenzó en una Guerra Civil acabó desembocando en un cambio decisivo.

Nadie niega las deficiencias y los desequilibrios, menos aún se pretende que el nacionalsindicalismo tuviera la hegemonía en la arquitectura del Nuevo Estado ni se ocultan las diferencias entre las realizaciones de éste y algunas de las propuestas teóricas de José Antonio o de Ramiro Ledesma. Pero del sano realismo que supone comparar la España en cuya edificación intervino aquel sindicalismo con la España anterior e incluso con la de nuestros días se deduce la importancia de la “clave sindical” como base de la pacificación social y de una legislación laboral avanzada.

Aunque parezca paradójico, va a ser un Gobierno socialista el que liquide los últimos restos del sistema de protección al trabajador y del Estado social construido con tanto esfuerzo. Quizá por eso también, liberales y socialistas coinciden en denigrar aquella época histórica. Será porque es la herencia que hay que liquidar para consolidar definitivamente el Estado cipayo que nos administra en nombre de sus amos. O dicho definitivamente para la definitiva desaparición del Estado nacional.