Jonathan Luxmoore, autor del estudio en dos volúmenes The God of the Gulag [El Dios del Gulag], sobre los mártires de la era comunista, evoca en el Catholic Herald lo que podemos aprender de aquellos hombres que hicieron valer el significado más auténtico de la púrpura que vestían:
Al llegar el 7 de noviembre el centenario de la Revolución Rusa, las comunidades católicas de Europa del Este han recordado las tremendas adversidades que desencadenó contra ellas. Pero con los cristianos aún sufriendo en todo el mundo, es también una oportunidad de reflexionar qué estrategias de supervivencia funcionan mejor contra la persecución.
El régimen comunista se impuso gradualmente, lo que dificultó una reacción definitiva. Y aunque su objetivo último no cambió nunca, sus métodos si lo hicieron, como también el tipo de testimonio cristiano necesario para resistir a las presiones.
En 1917 el programa de eliminación de la Iglesia no era nuevo. Algo similar ya había ocurrido con la sangrienta persecución del clero católico réfractaire [refractario] durante la Revolución francesa, como también con los mangiapreti, o «comecuras», de Garibaldi y la Comuna de París de 1871.
Marx y Engels habían alabado la Comuna como la primera dictadura del proletariado, porque había puesto de nuevo la revolución en el centro tras la supresión de los levantamientos de 1848. También había acabado con el «poder clerical» de la Iglesia, a la que situó en el frente contrario respecto al «pueblo».
Según Marx, los comuneros fueron derrotados porque no habían conservado la necesaria crueldad.
Lenin, la mente revolucionaria de Rusia, concordó que la Comuna había sido obstaculizada por un idealismo ingenuo. Y compartía plenamente su desprecio por la Iglesia, con sus «profundas raíces» en la dominación capitalista. «Cada idea religiosa, cada idea de Dios, incluso flirtear con la idea de Dios, es una vileza indecible», declaró Lenin al escritor Máximo Gorki.
Éste era el tipo de enemigo al que se enfrentaban las pequeñas y vulnerables comunidades católicas de Rusia. Y sin embargo, incluso cuando los escuadrones de la muerte bolcheviques arrasaban el país, ejecutando sumariamente a los sacerdotes y apropiándose de los bienes de la Iglesia, persistía la esperanza que este fervor inicial diera paso a una etapa más tranquila.
La revolución había acabado con los privilegios tradicionales de la Iglesia Ortodoxa rusa, creando oportunidades para otras confesiones. Incluso en el Vaticano, algunos vieron en esto signos de una «evolución positiva».
Pero las esperanzas de un futuro más justo se disiparon rápidamente.
Sin legitimidad política, el régimen de Lenin tuvo que encontrar modos para someter a la población. Un año después de la revolución, mientras un cuerpo policial paramilitar formado por cuarenta mil hombres, la Cheka, operaba desde la Lubyanka de Moscú y los tribunales populares sentenciaban según los «dictados de la conciencia revolucionaria», un «decreto sobre el terror rojo» establecía el asesinato de todo aquel que fuera sospechoso de oponerse al régimen.
«Hay que dar ejemplo», escribía Lenin en un telegrama a un comité local. «Ahorca (quiero decir, ahorca públicamente, para que la gente lo vea) por lo menos cien kulaks conocidos, bastardos ricos y sanguijuelas… Hazlo para que así la gente en muchas millas a la redonda vea, comprenda y tiemble».
Los únicos valores morales y lealtades espirituales admitidos eran, aclaró Lenin, los que servían a la revolución. Incluso si había algún religioso que declaraba apoyarla, lo único que haría era corromper la causa desde dentro.
«No sólo debemos ejecutar a los culpables», dijo Nikolai Krylenko, presidente del Tribunal Supremo Soviético: «La ejecución de los inocentes impresionará aún más a las masas».
Como el régimen inicialmente concentró toda su furia en la Iglesia Ortodoxa, los católicos se libraron de lo peor. Pero a principio de los años 20 los sacerdotes católicos fueron condenados a cadena perpetua por el régimen soviético y se cerraron todas las iglesias católicas de Moscú y San Petersburgo.
En marzo de 1923, el líder de la Iglesia católica en Rusia, el arzobispo Jan Cieplak, y su vicario general, monseñor Konstantin Budkievicz, fueron declarados culpables, con otros veintiún sacerdotes, de haber creado una «organización contrarrevolucionaria». Cieplak y Budkievicz fueron condenados a muerte por fusilamiento, mientras los otros sacerdotes fueron condenados a cadena perpetua.
Cinco días más tarde, el sábado de Pascua, a pesar de los llamamientos internacionales, Budkievicz fue ejecutado en la cárcel de Lubyanka. La sentencia de Cieplak fue conmutada por diez años de cárcel alegando que «el castigo que realmente merece podría ser interpretado por elementos reaccionarios de la población católica como dirigida contra el propio credo».
Permaneció en prisión hasta abril de 1924, cuando repentinamente le subieron a un tren en dirección a Riga, expulsándolo.
A finales de los años 30 ya estaba claro que nada podía salvar a las iglesias de la Unión Soviética.
Stalin había continuado el llamamiento de Lenin a la «audacia revolucionaria», llevándola más allá de lo que el propio Lenin había previsto. La campaña contra los kulaks, o los agricultores ricos, había costado seis millones y medio de vidas, mientras la terrible «carestía del terror», sobre todo en Ucrania, se había cobrado ocho millones más. La Gran Purga de Stalin de 1937-1938 añadió otros siete millones de víctimas a las cifras anteriores.
Icono sobre la persecución qu nace en 1917; la Guardia Roja lleva estrellas rojas en su gorra triangular
Mientras 45.000 iglesias ortodoxas yacían en ruinas, unos 110.000 miembros del clero ortodoxo fueron fusilados, ahorcados, quemados vivos, ahogados en los canales o crucificados en las puertas de las iglesias.
En lo que respecta a los católicos rusos, 422 sacerdotes murieron, junto a 962 monjes, religiosas y laicos; todos, menos dos, de los 1.240 lugares de culto fueron cerrados o transformados en tiendas, almacenes, granjas y baños públicos.
¿Por qué toda esta hostilidad hacia la Iglesia? ¿Hasta qué punto había comprendido el desafío que representaba el comunismo?
Los líderes religiosos de Europa del Este tuvieron que enfrentarse a estas preguntas cuando, en los años 40, el régimen comunista se impuso, a punta de bayoneta, con el victorioso Ejército Rojo. Las respuestas fueron distintas.
Mientras que las comunidades greco-católicas que unían la liturgia ortodoxa con la lealtad a Roma fueron salvajemente suprimidas en Ucrania y Rumania, cardenales católicos de otros lugares –Stefan Wyszyński en Polonia, Josef Beran en Checoslovaquia, József Mindszenty en Hungría, Alojzije Stepinac en Yugoslavia– intentaron unir a los católicos en defensa de la Iglesia, basándose en su visión de la situación local.
Con el tiempo fueron destituidos, demostrando que las posiciones de la Iglesia, ya fueran estas colaborativas o de confrontación, influían poco en la hostilidad comunista.
Pero la capacidad de liderazgo tuvo su papel. Mientras Mindszenty y Stepinac rechazaron rotundamente el programa comunista, Wyszyński estuvo dispuesto a aceptarlo, creyendo que los comunistas, como otros, estaban abiertos a la persuasión, y que una flexibilidad inteligente era mejor para salvar a la Iglesia que un rigor intransigente.
Wyszyński estaba dispuesto a tomarle la palabra al régimen, estudiar sus decisiones y acordarse con él, evitando así ser arrastrado a la oposición militante o a reacciones excesivas con condenas retóricas.
Esto no evitó que Wyszyński fuera encarcelado en 1953, cuando el régimen de Bolesław Bierut impuso medidas drásticas. Pero incluso en el punto más álgido del régimen de Stalin, la Iglesia polaca tenía demasiado apoyo para que el gobierno se arriesgara a una confrontación con ella.
Escribiendo en los años 1970, Mindszenty defendió su postura de confrontación declarando que había intuido el peligro al ver que otros líderes religiosos se habían creído la propaganda según la cual el comunismo estaba siendo más tolerante.
El modelo era claro, argumentó Mindszenty. Los regímenes estaban determinados a aplastar la fe y lo harían aunque los cristianos demostraran ser complacientes, como había demostrado el destino de la Iglesia Ortodoxa rusa. En el «conflicto decisivo» entre cristianismo y comunismo, nadie podía hacerse ilusiones de neutralidad y apaciguamiento.
«Estaba convencido de que habíamos sido llamados a dar testimonio», concluyó Mindszenty: «Los estudios históricos me habían enseñado que pactar con este enemigo significaba casi siempre ponerse en sus manos».
Irónicamente, ésta era la conclusión opuesta a la que había llegado Wyszyński después de haber estudiado también el ejemplo de la Iglesia Ortodoxa rusa. Sabía que la Iglesia tendría sus mártires, y que el silencio y la timidez lo único que conseguirían era reforzar a sus enemigos; pero también intuía que, más pronto o más tarde, el régimen se superaría a sí mismo y tendría que reconocer que, incluso bajo el comunismo, una Iglesia fuerte sería una realidad permanente.
Efectivamente, tres años después Wyszyński recuperó su cargo cuando el sucesor de Bierut, Władysław Gomulka, necesitó el apoyo de la Iglesia para una «vía polaca al socialismo» reformista. Aunque aún quedaban décadas de conflicto por delante, la Iglesia polaca prosperó.
¿Qué lecciones se pueden sacar de todo esto? Una viene del adagio atribuido a Thomas Jefferson: el precio de la libertad es la eterna vigilancia. La Iglesia debería estar siempre atenta a los peligros que la amenazan y tener las respuestas preparadas con antelación.
Otra lección es la necesidad de la no violencia. Una diplomacia tranquila puede conseguir una victoria a corto plazo, pero no se puede confiar en ello. Y cuando las cosas empeoran, la mejor respuesta siempre es la protesta ruidosa, pero pacífica.
Algunas de las condiciones morales planteadas por la Iglesia para justificar una resistencia armada contra «tiranías evidentes y prolongadas» se podrían haber aplicado facilmente al régimen comunista. Pero el recurso a la violencia -desde los grupos partisanos de la posguerra, a la Revolución húngara de 1956-, había reforzado más que debilitado a los regímenes. La resistencia pacífica, como rápidamente comprendió el Papa Juan Pablo II, era la mejor opción.
Otra conclusión que podemos sacar es que la Iglesia debe ser siempre independiente del estado: no una separación agresiva o negativa, sino una separación en la que mantenga su autonomía y organización interna.
Los regímenes totalitarios surgidos desde la Revolución francesa han intentado crear una Iglesia católica alternativa, independiente de Roma; y cuando han fracasado, sus reacciones han sido violentas. Sin embargo, el acoso y la persecución, por muy terribles que fueran, eran menos peligrosos para la fe que acomodarse y la apatía. La Iglesia ha sobrevivido a la brutalidad; pero puede que no sobreviva si compromete sus valores y deja que se corrompa su orden canónico.
Por muy progresista y razonable que sea, la Iglesia siempre tendrá enemigos. Por lo tanto, debe ser hábil y juiciosa en su modo de tratarlos, manteniendo siempre una visión a largo plazo que concrete el equilibrio justo entre testimonio y diplomacia, evitando así comprometer la independencia moral y espiritual de la Iglesia a cambio de la protección institucional y las ventajas materiales.
El sistema de gobierno establecido por Lenin hace ya un siglo hacía difícil vivir honestamente, y más aún alcanzar el bien. Que muchos lo consiguieran, por decisión consciente o por fuerza de voluntad, era un importante signo de redención. La valentía y la fuerza de esos pocos compensaron el miedo y la debilidad de la mayoría, expiando sus pecados y errores, y contribuyendo a la liberación y salvación de comunidades enteras.
(Traducción del inglés del Catholic Herald por Helena Faccia Serrano)
Albania 3 millones
Bulgaria 9 millones
Checoslovaquia 15,5 millones
Hungría 10,6 millones
Alemania Oriental 16,7 millones
Polonia 37 millones
Rumanía 22,7 millones
Yugoslavia 23,3 millones
La URSS (incluyendo países bálticos) 272 millones
TOTAL: 409 millones de personas
Tráiler del reciente documental "Liberando un continente", que explica la caída de los regímenes comunistas de Europa Oriental por la influencia de Juan Pablo II