En absoluto. La razón de mi presencia se debe a la preocupación de mi Gobierno por la suerte de la minoría cristiana en Oriente Próximo. Hemos creado una Secretaría en el Gabinete para seguir la situación, y tenemos varios proyectos de ayuda en la región para que los cristianos puedan cubrir la educación de sus hijos, atender los gastos médicos y reconstruir sus casas. Queremos hacer todo lo posible para que no se vean obligados a abandonar la tierra en la que han vivido durante muchos siglos.
Es una cuestión de principio. Las cuestiones de inmigración -como las de educación- pertenecen a la soberanía de los Estados miembros de la Unión Europea, y por lo tanto ni el Parlamento Europeo ni la Comisión tienen derecho a imponernos su criterio.
Nuestra posición en materia de inmigrantes ilegales es clara: nadie puede violar nuestras fronteras y entrar sin nuestro permiso. Además, estamos convencidos de que el reparto de inmigrantes ilegales tiene un efecto llamada, y de que la mejor manera de ayudar a las víctimas de las guerras en Oriente Próximo es hacerlo allí donde se encuentran. Lógicamente, mientras duren las guerras, los refugiados estarán en su mayoría en los países vecinos -Jordania, Líbano, Turquía o Irak-, pero creemos que la mejor manera de ayudarles es hacerlo en los lugares donde estén más cerca de sus casas, pensando en su retorno.
El sistema de cuotas obligatorias es inaceptable para nosotros. Por varias razones. La primera es que no se puede aplicar. Por Hungría han pasado 400.000 refugiados. Si les asentamos hoy, ¿quién nos dirá que mañana no cogerán el portante para irse a Alemania, que es donde quiere ir la mayoría? Además va contra el sentido común; el sistema de cuotas es una invitación a que sigan viniendo emigrantes ilegales en oleadas, y a que nutran el negocio de los traficantes de seres humanos.
El Gobierno húngaro cree que ese pacto va contra las normas constitucionales de la UE, que establecen que no se pueda imponer a un Estado miembro quién debe residir en su territorio. Es una norma del Tratado de Dublín, que no puede ser reformada por una decisión del Consejo de Ministros de Justicia e Interior.
La caridad consiste en ayudar a la gente allí donde se encuentra, y eso es lo que hacemos nosotros con nuestra ayuda concreta a proyectos en favor de las comunidades árabes más castigadas por las guerras. Cuando negociamos esos planes con los líderes de las iglesias locales, todos nos dicen lo mismo: “Por favor, no se lleven a Europa a nuestros cristianos, porque si lo hacen nuestras comunidades desaparecerán de Oriente Próximo”.
Por otro lado, nos parece vergonzoso que nos acusen de xenófobos, y se nos niegue el derecho a abrir un debate en Europa sobre el problema de la inmigración, donde cada uno exponga sus razones. ¿Qué clase de democracia es la que obliga a todos a pensar lo mismo, para evitar que se le cuelgue el estigma de xenófobo o antisemita?