Grégor Puppinck, director del Centro Europeo para el Derecho y la Justicia (European Centre for Law and Justice, ECLJ) y miembro del Comité de expertos de la OSCE para la libertad religiosa, es uno de los principales defensores del derecho a la vida y del matrimonio natural ante las instituciones europeas. Es doctor en Derecho por la Universidad de París y ha sido profesor de Derecho Internacional y Derecho Constitucional en la Universidad de la Alta Alsacia, antes de consagrarse en exclusividad en los últimos años a defender la objeción de conciencia ante las disposiciones comunitarias contrarias a la ley natural.

Recientemente publicó en la revista Societé, Droit & Religion un amplio trabajo titulado Objection de conscience et droits de l'homme [Objeción de conciencia y derechos del hombre]",
sobre el que conversó con Christophe Geffroy para La Nef:




-Trabajo en el ECLJ sobre este tema desde hace varios años, junto a organismos europeos y de las Naciones Unidas, con el fin de reforzar la garantía de libertad de conciencia frente a prácticas moralmente controvertidas. Un ejemplo: en 2010 participamos en la redacción y adopción por parte del Consejo de Europa de una resolución que reconociera "el derecho a la objeción de conciencia en el marco de los cuidados médicos legales".


En estos días se acaba de publicar una obra colectiva dirigida por Grégor Puppinck en la misma línea de proteger a los profesionales provida: Droit et prévention de l'avortement en Europa [Derecho y prevención del aborto en Europa].

»Durante estos combates me di cuenta de que era tan absurdo como contraproducente lograr la victoria sólo en relación a las fuerzas políticas, y que un reconocimiento firme del derecho a la objeción de conciencia imponía entender bien la legitimidad de dicho derecho. Ahora bien, debo reconocer que yo mismo dudé durante mucho tiempo de la validez de dicha empresa, pues consideraba que la objeción de conciencia le debía demasiado al subjetivismo y al relativismo para poder ser un concepto justo y fiable. Sin embargo, en la situación política actual, marcada por la eliminación del sentido metafísico y moral, es necesario proteger a las personas que están obligadas a participar en prácticas inmorales, a falta de poder obtener la prohibición [que les permita no participar en ellas]. La defensa del derecho a la objeción de conciencia me parecía frágil en el fondo, pero políticamente oportuna.


En 2010, Grégor Puppinck explicó en España las dificultades de defender la resistencia a disposiciones injustas de las comunidades europeas solamente con base en la ley natural.

»Además, el argumento principal de quienes se oponen a la objeción de conciencia no era infundado: la sociedad no puede funcionar si cada individuo evita la aplicación de la ley en nombre de sus creencias. Frente a las diversas creencias que fragmentan la sociedad, quienes se oponen al derecho a la objeción de conciencia invocan el beneficio de una ley común y exigen, así, enviar a los objetores al aborto al manicomio de los fundamentalistas religiosos.

»Bajo el efecto del creciente pluralismo de la sociedad, los jueces tienen que examinar numerosos casos de personas que, en nombre de su conciencia, se niegan a llevar a cabo distintas acciones. Hay que evitar que, sumergidos por el gran número de demandas, los jueces no acaben rechazándolas todas en nombre de la igualdad ante la ley positiva. De hecho, el estudio de la jurisprudencia demuestra que los jueces malinterpretan los resortes de la objeción y que, si bien reconocen la necesidad de criterios, parecen estructuralmente incapaces de identificarlos en razón tanto de la prohibición que les atañe de hacer un juicio sobre las religiones, como de la confusión que existe entre religión y moral. Por consiguiente, me ha parecido necesario aclarar la noción de objeción de conciencia, no para extender su campo de aplicación con el consiguiente riesgo de hacerla indefendible, sino al contrario, para definirla mejor con el fin de que pueda ser protegida en su justa medida. Ésta es la ambición de este ensayo.


-El origen de las dificultades reside en una comprensión errónea de la conciencia. Según el pensamiento común, ésta sería una forma de superego abstracto, una esfera de autonomía sede de la interioridad individual. Esta caja negra escondería un magma de deseos, de convicciones, de opiniones y de creencias. Ahora bien, todas estas nociones son utilizadas en el ámbito del derecho sin que entendamos su sentido exacto. Se trata, por lo tanto, de recuperar las definiciones, pero también las relaciones mutuas, de la filosofía moral, porque esta disciplina es el fundamento del derecho: si éste es confuso, hay que volver al fundamento y, a partir de éste, reconstruir el derecho positivo. 

»Éste es el enfoque de este estudio, que parte de la filosofía para llegar a soluciones racionales aplicables en la práctica. La filosofía se esfuerza por poner de manifesto la racionalidad de la objeción de conciencia, lo que supone abandonar tanto un exceso de subjetivismo como de positivismo, que otorgan demasiada -o demasiado poca-, legitimidad a la conciencia individual. Entre positivismo y subjetivismo, se trata de buscar la objetividad de la justicia. Este esfuerzo puede parecer inalcanzable en un sociedad que ha renunciado, al menos en parte, a la convicción pública de que existe un bien objetivo. Pero negarse a llevarlo a cabo significa renunciar a la racionalidad de la justicia y resignarse a la arbitrariedad.


-Tres claves me han permitido comprender la objeción. La primera, puesta de manifiesto por Santo Tomás de Aquino, reside en la diferencia que existe –y que encontramos en los Diez Mandamientos– entre los preceptos afirmativos (o positivos) y los preceptos negativos; es decir, entre la obligación positiva de hacer el bien, que obliga semper sed non ad semper [siempre, pero no en cada momento], y la obligación negativa de no hacer el mal, que obliga semper et ad semper [siempre y en cada momento]. Esta diferencia establece la asimetría entre el bien y el mal, porque hacer el bien es una cuestión de proporción, mientras que evitar el mal es una cuestión de principio. El resultado es que es más grave obligar a una persona a cometer un mal que impedirle hacer un bien, pues obligar a una persona a hacer el mal no afecta a la realización de su convicción, sino a la convicción misma. Un bien puede hacerse parcialmente, pero un mal es siempre un mal, aunque sea reducido.

»Esta distinción permite circunscribir la objeción de conciencia a la sola situación en la que una persona está obligada a realizar un acto que ella juzga malo o que es sancionado en razón de su rechazo a realizarlo. Al contrario, el caso en el que las autoridades prohiben a una persona realizar todo, o una parte, de un bien (el caso de Antígona), responde al régimen ordinario de limitación de la manifestación de las convicciones.

»La segunda clave de comprensión reside en la distinción entre fe y razón, fides et ratio, entre religión y moral, y por consiguiente, entre las objeciones, según estén éstas fundadas en una convicción religiosa o moral. Aunque una objeción, ya sea moral o religiosa, constituye siempre una objeción de conciencia, puesto que nosotros tenemos una sola conciencia, la diferencia entre objeción moral y religiosa consiste en que la primera puede pretender ser objetivamente justa: su reivindicación se sostiene en la justicia. Al contrario, una objeción religiosa no puede pretender ser justa en sí misma, y su reivindicación se sostiene entonces sobre la libertad de la persona de ceñirse a sus convicciones religiosas. Ciertamente, las autoridades públicas deberán, en la medida de lo posible, tolerar esta libertad religiosa. Sin embargo, aunque el rechazo a una objeción religiosa puede ser una violencia, no es, sin embargo, necesariamente una injusticia. De otra manera, frente a una verdadera objeción moral, las autoridades no pueden ignorarla sin cometer una injusticia y una violencia. La dificultad consiste, claro está, en reconocer una verdadera objeción moral: el estudio extrae unos criterios con este fin.

»La tercera clave de comprensión aborda la existencia de un doble nivel de moralidad en las sociedades liberales, que se caracterizan por la afirmación de la tolerancia, es decir, por la ilegitimidad de todo juicio moral ad extra según el cual la moralidad de un acto individual sólo podría ser juzgado por el propio interesado y no por la sociedad, ni por otros individuos. 

»El resultado es una diferenciación entre una moralidad pública y privada que lleva a la sociedad a despenalizar las prácticas "inmorales" privadas y a los individuos a tolerar socialmente prácticas que ellos desaprueban a "título privado".

»Ahora bien, si esta tolerancia es indolora para la mayoría de los ciudadanos, no lo es para la minoría afectada directamente por la realización de la práctica en cuestión; porque, por poner un ejemplo concreto, una cosa es tolerar la eutanasia, y otra muy distinta es tener que practicarla uno mismo. Aunque es posible que dos moralidades coexistan en el seno de la sociedad, es imposible que lo hagan en el seno de una misma persona. Así, la "libertad" que la sociedad liberal concede a los individuos respecto a prácticas moralmente discutibles no puede ser equitativa a no ser que garantice a quienes las desaprueban el derecho a no ser obligados a participar. Es particularmente injusto exigir que una persona, en nombre de la tolerancia, consienta la legalización de una práctica, y después, una vez la práctica ha sido legalizada, ser intolerante contra esa misma persona obligándola a participar en ella. Sin embargo, es la tendencia espontánea de toda sociedad que, ante la búsqueda de la unidad, permanece muda y renuncia a la búsqueda de la verdad. Pero la unidad sin la verdad es una violencia.

Traducción de Helena Faccia Serrano (diócesis de Alcalá de Henares).