Una encuesta del instituto estadístico oficial italiano muestra que entre los más jóvenes no se ha apagado el deseo de tener hijos y formar una familia. ¿Por qué, entonces, los países occidentales padecen un hundimiento tan catastrófico de la natalidad?
El periodista italiano Antonio Socci hace un repaso al camino que nos ha llevado hasta aquí en uno de los últimos artículos de su blog personal:
¿Cambia el viento? El ISTAT detecta el deseo de familia e hijos entre los más jóvenes
La reciente encuesta del ISTAT (Instituto de Estadística de Italia) sobre los jóvenes, el futuro, la familia y los hijos ha sorprendido a todos (ya veremos). Si son rosas, florecerán...
Mientras tanto, nos ha recordado algo fundamental: necesitamos medidas económicas y servicios para fomentar la natalidad, por supuesto, pero la elección de traer hijos al mundo no es sólo una cuestión económica, es ante todo la consecuencia de un sentimiento de vida, tanto individual como comunitario.
La historia de Italia en el siglo XX lo demuestra: el colapso demográfico comenzó cuando alcanzamos una prosperidad que ninguna generación anterior había conocido. Evidentemente, hay muchas otras razones sociales detrás de la decisión de tener o no tener hijos. Pero es esencial el clima cultural y espiritual en el que vive un pueblo.
Recordemos nuestra historia.
La "reconstrucción" posterior a la Segunda Guerra Mundial terminó con el "68 de la "disolución". La "reconstrucción", de 1945 a principios de los años 70, había sido posible gracias a la fuerza moral, el trabajo, los sacrificios, el sentido de comunidad (patriótico si se quiere) y la inventiva de nuestros antepasados, que habían tenido la suerte de ser liberados por los estadounidenses en lugar de por los soviéticos, y en las elecciones de 1948 tuvieron la inteligencia de elegir el mundo libre en lugar del comunismo.
'Vota o [el comunismo] será tu amo': el 18 de abril de 1948, con el comunismo apoderándose de toda Europa tras la Segunda Guerra Mundial, Italia se enfrentó a unas elecciones tan decisivas que incluso el Vaticano abandonó toda neutralidad para pedir el voto a la democracia cristiana, que logró una aplastante victoria frente a una izquierda muy movilizada.
Fue una gran época de progreso, un verdadero "milagro económico", la revolución pacífica más formidable de nuestra historia, que -no por casualidad- coincidió con un fuerte aumento de la natalidad (a pesar de la pobreza de la posguerra).
[Lee en ReL: Ante la crisis de Europa: los treinta años gloriosos]
Hacia 1968, aquellos hijos del boom demográfico alcanzaron la juventud. Sus connotaciones generacionales eran el rechazo del pasado y de sus padres (a quienes debían todo) y una arrogante presunción juvenil: dos elementos que encontraron expresión política en las ideas revolucionarias comunistas (que en aquellos años se estaban llevando a cabo de manera sangrienta en la China maoísta).
Un absurdo si se tiene en cuenta que la suya fue la primera generación en la historia de Italia que tuvo el privilegio de disfrutar de una prosperidad generalizada, así como de libertad y paz.
Desde el 68, el dogma "juvenilista" -para el que los jóvenes representan el progreso (incluso cuando profesan ideologías delirantes)- no ha sido nunca dañado, entre otras cosas porque ha sido alimentado por una izquierda que se beneficiaba del conformismo y del carácter sectario y manipulable de los jóvenes, carentes de experiencia y conocimiento.
Hannah Arendt describió bien este fenómeno: "Una nación es tanto más vital cuanto más vivo está en ella el recuerdo de su pasado. (...). El elevado concepto de progreso humano ha sido despojado de su significado histórico y degradado a un mero hecho natural, según el cual el hijo es siempre mejor y más sabio que el padre y el nieto más libre de prejuicios que el abuelo. (...). A la luz de esta evolución, el olvido se ha convertido en un deber sagrado, la falta de experiencia en un privilegio y la ignorancia en una garantía de éxito".
Roma, marzo de 1968, Facultad de Arquitectura. Antes incluso del mayo francés, la generación más beneficiada de la historia destroza, en nombre de abstractos ideales objeto de manipulación política, los bienes trabajados para ella por la generación anterior.
La demonización de los padres y la pretensión de borrar el pasado y derrocarlo todo que caracterizaron el 68 dieron lugar a una tormenta antropológica, también en la concepción de la vida y de la familia, que desembocó en el colapso demográfico que aún continúa, parte de una crisis más amplia y profunda, de un desconcierto individual y colectivo, de una desorientación general de los jóvenes.
Sin embargo, como decía antes, una encuesta del Istat, publicada hace unos días, parece registrar una tendencia contraria.
Los datos son sorprendentes: entre los más jóvenes, el 74,5% piensa que vivirá en pareja cuando sea mayor, el 72,5% quiere casarse y el 69,4% de los chicos y chicas quiere tener hijos. Entre los más mayores (17-19 años) los que quieren tener hijos aumentan al 73,1%.
Un periódico ha comentado: "Un gran deseo de familia entre los italianos más jóvenes". No se sabe si se mantendrá, pero incluso el Istat cree que, con estas cifras, "no parece imposible una recuperación demográfica".
¿Qué está ocurriendo? Hay que entender qué factores han propiciado este nuevo clima entre los jóvenes. Probablemente se percibe, también por la insistencia de los mensajes del actual gobierno, una fuerte revalorización del valor social de la maternidad y la paternidad, también por el gran impacto positivo que tendría un aumento de la natalidad en la economía y la estabilidad del bienestar.
Esta visión diferente de la vida, por parte de la generación más joven, puede ser un punto de inflexión histórico. Hannah Arendt ha explicado que, culturalmente, el acto más "revolucionario" -respecto al curso natural de las cosas- y también el más creativo que pueden hacer los jóvenes es precisamente éste: "El milagro que preserva al mundo de su ruina normal y 'natural' -escribe Arendt- es, en última instancia, el hecho del nacimiento, en el que está ontológicamente arraigada la facultad de actuar".
"Es, en otras palabras, el nacimiento de hombres nuevos y el nuevo comienzo, la acción de la que son capaces en virtud de haber nacido. Sólo la experiencia plena de esta facultad puede dar a las cosas humanas fe y esperanza, las dos características esenciales de la experiencia humana que la antigüedad griega ignoraba por completo. Es esta fe y esperanza en el mundo", concluye Arendt, "la que encuentra su expresión más gloriosa y eficaz en las pocas palabras con las que el Evangelio anuncia la 'buena nueva' del Adviento: 'Un niño ha nacido entre nosotros'".
Probablemente, si fuera Giorgia Meloni quien pronunciara estas palabras, se desatarían de inmediato ataques que, como de costumbre, llegan a evocar absurdamente el ventennio [fascista].
En cambio, fue una gran pensadora judía como Hannah Arendt, quizá la mente más brillante que ha analizado críticamente el fenómeno totalitario, y de quien ciertamente no cabe sospechar simpatías fascistas.
Sus profundas consideraciones humanistas deben ser cuidadosamente ponderadas. Para redescubrir algo esencial que hemos perdido.
Traducción de Verbum Caro.