A principios de verano de 1991, muchas cosas estaban cambiando en la Unión Soviética, que aún no sabía que le quedaba menos de un año de existencia. En junio, Boris Yeltsin obtuvo el 57% del voto en las elecciones a la presidencia rusa, derrotando al candidato de Gorbachov. Y para el 20 de agosto estaba previsto un tratado que refundaría la URSS en una nueva federación de repúblicas independientes (aunque todavía bajo control socioeconómico del PCUS).
Hacía ya 4 años que estaba en marcha la perestroika, las transformaciones modernizadoras de Gorbachov. Y con los nuevos aires y bajo mil promesas de inmunidad, habían acudido a Moscú numerosos rusos emigrados al extranjero, invitados al Primer Congreso de Compatriotas.
La idea del nuevo gobierno ruso de Yeltsin era que el encuentro con los emigrantes marcase un paso en Rusia hacia una nueva situación, postcomunista.
Vino una multitud. Se atrevieron a volver los emigrantes que antes jamás habrían asomado la nariz en la Unión Soviética. Vinieron los “supervivientes de la guardia blanca” que nunca en su vida se habían fiado del poder soviético.
El hotel “Inturist” estaba repleto. Los emigrantes y sus descendientes, nacidos en Europa Occidental o en América, paseaban por Moscú, estudiando la ciudad y a sus habitantes. Les maravillaba el interés que se les tenía. Y aún más, las esperanzas sobreestimadas, a veces limitando abiertamente con delirios, con las que se les acogía.
El evento principal del Congreso de los Compatriotas fue la divina liturgia celebrada en la catedral de la Asunción, dentro del mismísimo Kremlin de Moscú. Después de largos decenios de prohibición, los templos del Kremlin acogían una liturgia, y la presidía el patriarca Alexis.
El anciano obispo Vasiliy, pastor de los ortodoxos rusos establecidos en Estados Unidos, era uno de los concelebrantes. Había llegado con una pierna enyesada y dando brincos en dos muletas, a causa de un accidente.
Al amanecer el 19 de agosto, festividad de la Transfiguración, del hotel “Inturist” partieron decenas de autocares llenos de emigrantes. Sus ojos se llenaron lágrimas cuando llegaron a la Catedral de la Asunción, en el Kremlin, donde el Patriarca Alexis con una muchedumbre de obispos (entre los cuales estaba el obispo Vasiliy con sus muletas) comenzó la liturgia divina.
Justo en ese momento empezó el movimiento de tanques y tropas por Moscú que la historia rusa recuerda como el "GKChP” y en Occidente se llama "el golpe de Estado de la Banda de los Ocho". El jefe de la KGB, el ministro de Defensa, el vicepresidente de Gorbachov, el primer ministro Pávlov y otros golpistas atraparon a Gorbachov, de vacaciones en Crimea, tomaron el mando y publicaron un decreto de emergencia que suspendía la actividad política y prohibía la mayor parte de los periódicos. Pero Yeltsin les plantó cara y miles de moscovitas rodearon la presidencia rusa para defenderla de los tanques golpistas.
Los emigrantes en el Kremlin, ancianos que habían escapado al extranjero huyendo del comunismo, o sus hijos, educados en los recuerdos de sus padres, no sabían nada de esto, sumergidos en la hermosa liturgia. Con el corazón ablandado de emoción y felicidad, salieron del Kremlin... y vieron que en vez de esperar sus autobuses sólo había un un muro impenetrable de soldados con kalashnikov, detrás de los cuales se elevaban filas de tanques y carros blindados. Lo que pasó después lo cuenta el premiado libro "Santos no santos", del obispo ortodoxo Tijon Shevkunov, publicado este año en Rusia, ya con más de un millón de ejemplares vendidos.
-¡Lo sabía! ¡Los bolcheviques nos han vuelto a engañar! ¡Es una trampa! -gritaron los emigrantes espantados.
Los soldados, que eran leales a Yeltsin, no a los golpistas, se miraron con asombro sin enterarse de nada. De la muchedumbre de los emigrantes llegaban gritos:
-¡Os lo dije! ¡No deberíamos haber venido a Rusia! ¡Nos han tendido una trampa! ¡Lo han hecho a propósito!
Se les acercó un oficial que había contactado con los organizadores del Congreso de Compatriotas. Les tenía que conducir rápidamente hacia la plaza de Lubianka donde les esperaban sus autocares, enviados allí cuando habían aparecido las tropas alrededor del Kremlin. Los autocares los devolverían al hotel “Inturist”. Pero el oficial no recordaba que Lubianka, la plaza donde siempre estuvo la sede de la KGB y sus lóbregos calabozos y salas de interrogatorio, era sinónimo de tortura y muerte para los exiliados.
-Camaradas, ¡que no cunda el pánico! – gritó el oficial. – Les propongo a todos, de una forma organizada, seguirnos a la plaza de Lubianka. Estos camaradas les acompañarán, - añadió el oficial indicando a una fila de soldados con kalashnikov.
-¡Lubianka! ¡No, no, no queremos ir a Lubianka! – gritaron los emigrantes desesperados
- Pero, ¡es que allí ya les están esperando! – el oficial estaba sinceramente sorprendido.
Pero los emigrantes, todos a una, seguían chillando:
-¡Oh, no! ¡Nada de Lubianka! ¡Jamás!
El oficial intentó explicar algo llamando al sentido común de la gente, pero todo era en vano. Entonces dio órdenes a sus subordinados, y éstos, empujando enérgicamente a los emigrantes sea con las manos, sea como los kalashnikov, los condujeron a pie hacia la plaza de Lubianka.
Todos estaban tan perdidos y desesperados, que se olvidaron del anciano obispo Vasiliy. Éste, con sus muletas, se quedó al lado de la Torre de Kutafia rodeado de soldados y tanques. A esa hora, la gente de la calle aún no sabía lo de la intentona golpista y se preguntaba qué hacían todas esas tropas junto al Kremlin. Algunos empezaron a reconocer al obispo Vasiliy, que había participado en charlas televisivas y le pedían explicaciones. Pronto, alrededor del obispo perdido, cuya cabeza se elevaba por encima de todos, se formó un mitin entero.
Mientras tanto, los emigrantes, al verse en la temida plaza de Lubianka, se dieron cuenta de que les habían conducido sólo hacia sus autocares y que desde allí les llevarían sólo al hotel y no a las mazmorras de la KGB. ¡Sólo entonces se acordaron de su obispo! La secretaria del obispo, Marilyn, que era norteamericana, valientemente abandonó su autocar y se precipitó de vuelta hacia el Kremlin, tanques, carros blindados, a través de este país misterioso, en búsqueda de su querido obispo Vasiliy.
Le vio enseguida. El obispo parecía un jefe de greñas canas erguido por encima de la multitud en el epicentro de un mitin. Marilyn se abrió paso hasta él y le dijo que había que ir a Lubianka. Pero el obispo no podía caminar tanto con sus muletas. Marilyn se acercó a un oficial joven y en su ruso rudimentario explicó que aquí estaba un cura viejo de América que tenía que ser llevado a la plaza de Lubianka. Pero el oficial sólo le podía ofrecer un tanque, y además, en broma.
-¿Y qué me dice de ese jeep?
-¡Ah!, - se alegró el oficial. - ¿En el de la poli? Ahora se lo pediremos.
Todos juntos, los policías, el oficial y Merilyn, cogieron al obispo en volandas para llevarlo a través de la muchedumbre. Viendo aquello, la gente se agitó:
-¿Qué pasa? ¿A dónde llevan al sacerdote? – preguntó la gente.
Cuando todos vieron que a un padrecito anciano, con una pierna enyesada, le intentaban meter en un jeep policial, la gente se enfureció y se precipitó a proteger al obispo:
-¡Ha comenzado! ¡Ya están deteniendo a los curas! ¡No se los dejaremos! ¡A protegerlo, todos!
-¡No, no! – gritaba desesperado el obispo, defendiéndose de sus salvadores. - ¡Dejadme, que de verdad quiero ir a Lubianka!
A duras penas se pudo meter al obispo con su yeso y sus maletas en el coche y sacarlo fuera de la muchedumbre enfurecida. El obispo, tras la ventanilla del jeep miraba a la gente y con lágrimas de gratitud en los ojos, repetía: “¡Qué personas! Pero qué personas!”
Pronto, el obispo se reunió con sus feligreses en la seguridad de la plaza de Lubianka.
A los tres días, el 21 de agosto, el golpe colapsó, los responsables fueron detenidos, y Gorbachov volvió como presidente de la Unión Soviética, aunque ya ni las estructuras soviéticas ni las rusas obedecieron sus órdenes. La URSS se hundía.