El pasado 10 de noviembre, el presidente de la República italiana, Giorgio Napolitano, lo nombró Caballero de la República, un honor que pocos obtienen. Su hija Cristina, por su parte, recibió la ciudadanía honoraria de Boloña por un voto unánime del Consejo Comunal de la ciudad. ¿Y cuál es el mérito? Amar mucho. Sí: porque Romano Magrini ha dedicado los últimos treinta años de su vida a cuidar a su hija Cristina, postrada en estado vegetal.
Todo empezó el 18 de noviembre de 1981. Cristina tenía apenas quince años y un automóvil la embistió de frente mientras regresaba a casa después de un día de colegio. Ahí comenzó el calvario para Romano. Al principio le ayudó su mujer, pero hace nueve años que, en palabras de Romano, «se fue al cielo». Desde entonces, la cuida solo. Pero no se queja: «estoy contento. No me cuesta nada cuidar a mi hija». Palabras que van acompañadas de la pasión con que la atiende cada día.
Pero esta felicidad se nebuliza siempre ante una preocupación: ¿qué le pasará a su hija cuando él no esté? «Necesito ayuda, necesito un lugar en donde dejar a mi hija cuando ya no pueda ocuparme de ella. Tengo 78 años, ¿quién tomará mi lugar? La "señorita"».
Tal vez por eso, los honores recibidos le sepan agridulces, pues los siente huecos de ayudas concretas para Cristina: «no me esperaba estos honores y, para ser sinceros, ni los quería. Sí, me da mucho gusto, pero ¿qué me llevo en las manos al final? Me saben a poco, pues lo que quiero son ayudas concretas para mi hija».
Aún así, la decisión del Consejo Comunal de Boloña de darle a Cristina la ciudadanía parte, justamente, del deseo de ayuda para personas como ella. Así lo explica Marco Lisei: «quiere ser un estímulo para todas las familias de quienes sufren, reconociendo en Cristina una persona digna de respeto, que en una total enfermedad no pierde su cifra en la humanidad, sino que merece un "patronato" en la tierra y en el cielo».
Palabras que también comparte su compañera en el Consejo, Valentina Castaldini: «esta es una historia de vida. De dolor, pero también de esperanza. De un padre que se dedica a su hija por treinta años y, a pesar del cansancio, no se rinde ante su hija que, aunque sufre, está ahí. Esta historia nos muestra que se puede vivir también en estado vegetal, que una persona no pierde su dignidad, sino que es importante no estar solos para afrontar estos momentos de dolor. El hecho de que todos los partidos políticos en el Consejo hayan votado a favor de la ciudadanía honoraria es un pequeño milagro, una pequeña semilla de esperanza lanzada a la sociedad. Y eso es mérito de Cristina: ella nos unió. Y ¡qué hermoso que la Alcaldía reconozca que su vida es verdadera y que tiene una grandeza, más allá de cualquier cosa!».
Estas palabras podrían cerrar el artículo con broche de oro. Pero no es lo que Romano hubiese querido. Porque, además, aquí entra en juego uno de sus dramas más agudos: su falta de fe. «Mi problema está en que yo no soy un hombre de fe, no soy creyente. La señora que desde hace 18 años viene a mi casa, me da las gracias porque dice que le doy la posibilidad de ayudar a alguien. Y me dice también que me he ganado el Paraíso junto a Cristina por todo lo que hemos sufrido. Todos los que me dan una mano son católicos y están serenos. Pero yo no tengo esa fe y tengo miedo que, una vez que me haya ido, a mi hija se la deje morir con sus dificultades o que la dejen llenarse de heridas o que en vez de darle de comer la dejarán a suero. No podría soportarlo».
Romano es plenamente feliz estando con su hija las 24 horas y curándola... pero le falta esa fe que llena el corazón y da esperanza ante el futuro. Por eso, el heroísmo de su vida callada y amorosa junto a su hija, nos sorprende más a nosotros que a él.