Sor Elvira Petrozzi fundó en 1983 la Comunidad del Cenáculo como respuesta de la ternura de Dios Padre, al grito de desesperación de muchos jóvenes cansados, desilusionados, desesperados, adictos a las drogas y personas en general, que buscaban la alegría y el sentido verdadero de la vida.
A continuación reproducimos un testimonio impactante de un joven croata que ha podido salir del abismo de la droga, gracias a la Comunidad del Cenáculo, lugar dónde ha encontrado sentido a su vida, y la solución a sus problemas.
Hoy, estoy contento porque puedo testimoniar a todos ustedes la “resurrección” de mi vida. A veces, cuando se habla de Jesús vivo, Jesús que se puede tocar con las manos, que cambia nuestras vidas, nuestros corazones parece todo muy lejano, en las nubes, pero yo puedo testimoniar que he experimentado todo esto y que también vi que lo experimentaban en su vida muchos, muchos chicos.
Viví por mucho tiempo, cerca de diez años, prisionero de la droga, en la soledad, en la marginación, inmerso en el mal.
Comencé a consumir marihuana cuando tenía sólo quince años. Todo comenzó con mi rebelión contra todo y contra todos, la música que escuchaba me empujaba hacia una libertad equivocada, comencé con un porro cada tanto, después pasé a la heroína, ¡finalmente a la aguja!
Cuando terminé la escuela superior no pude estudiar en Varazdin, Croacia, entonces fui a Alemania sin un objetivo muy concreto. Vivía en Francfort donde trabajaba como albañil, pero estaba insatisfecho, quería más, deseaba ser alguien, tener mucho dinero. Comencé a vender heroína.
Los billetes llenaban mis bolsillos, vivía una vida de clase, tenía todo: auto, novia, buenos momentos, el clásico sueño americano. Entre tanto, la heroína se apoderaba de mí cada vez más y me empujaba más abajo, hacia el abismo.
Por dinero hacía de todo, robaba, mentía, engañaba. En aquél último año transcurrido en Alemania, vivía literalmente en la calle, dormía en las estaciones de trenes, me escapaba de la policía, que ya me estaba buscando.
Hambriento como estaba entraba en los negocios, agarraba pan y salame, y mientras me escapaba comía. Decirles que ningún cajero me frenaba es suficiente para hacerles entender mi aspecto.
Tenía sólo 25 años, pero estaba tan cansado de la vida, de mi vida, que sólo deseaba morir. En 1994 escapé de Alemania, volví a Croacia, en estas condiciones me encontraron mis padres. Mis hermanos en seguida me ayudaron a entrar en Comunidad, primero en Ugljane cerca de Sinji, y después en Medjugorje. Yo, cansado de todo y deseoso sólo de descansar un poco, entré, con hermosos proyectos de cuándo salir.
No me olvidaré nunca el día en el que, por primera vez, me encontré con Madre Elvira: tenía tres meses en Comunidad y estaba en Medjugorje. Nos hablaba a los chicos en la Capilla, de pronto nos hizo esta pregunta: “¿Quién de ustedes quiere ser un buen chico?”. Todos alrededor mío levantaron la mano con alegría en sus ojos, en sus caras. Yo en cambio, estaba triste, enojado, tenía ya mis proyectos en la cabeza que no tenían nada que ver con ser bueno. Aquella noche sin embargo no pude dormir, sentía un gran peso dentro mío, recuerdo haber llorado escondido en el baño y a la mañana, cuando rezábamos el rosario, me di cuenta de que yo también quería ser bueno.
El Espíritu del Señor había tocado mi corazón en profundidad, gracias a esas simples palabras pronunciadas por Madre Elvira.
Al comienzo del camino comunitario sufrí mucho por mi orgullo, no quería aceptar que era un fracaso. Una noche, en la fraternidad de Ugljane, después de haber dicho un montón de mentiras sobre mi vida pasada para aparentar ser distinto de lo que era realmente, con sufrimiento me di cuenta cuánto mal me había entrado en la sangre, viviendo tantos años en el mundo de la droga.
¡Había llegado al punto que no sabía ni siquiera cuándo decía la verdad y cuándo mentía! Por primera vez en mi vida, y me costó mucho, dejé de lado el orgullo, pedí perdón a los hermanos y en seguida después experimenté una gran alegría por haberme liberado del mal. Los demás no me juzgaron, al contrario, me quisieron todavía más; sentí “hambre” de estos momentos de liberación y de sanación, y comencé a levantarme a la noche para rezar, para pedirle a Jesús la fuerza para vencer mis miedos, y sobre todo que me diera el coraje de compartir con los demás mi pobreza, mis estados de ánimo y mis sentimientos.
Allí, delante de Jesús Eucaristía, la verdad comenzó a hacerse un camino dentro de mí: el deseo profundo de ser distinto, de ser amigo de Jesús.
Hoy he descubierto cuán grande y bello es el don de una amistad verdadera, bella, pura, transparente; luché para llegar a aceptar a los hermanos así como eran, con sus defectos, recibirlos en la paz y perdonarlos. Cada noche pedía y pido a Jesús que me enseñe a amar como Él ama.
Pasé muchos años en la Comunidad de Livorno, en la Toscana, allí, en aquella casa, tuve oportunidad de encontrar muchas veces a Jesús y de profundizar en el conocimiento de mí mismo.
En ese período, sin embargo, sufrí mucho: mis hermanos, primos, amigos, estaban en guerra, me sentía culpable por todo lo que le había hecho a mi familia, por todos los sufrimientos, por el hecho de que yo estaba en Comunidad y ellos en guerra.
Por otro lado mi mamá, en ese período, se enfermó y me pidió que regrese a casa. Fue una elección muy difícil, sabía por lo que estaba pasando mi mamá, pero al mismo tiempo sabía que para mí salir de la Comunidad hubiese sido un riesgo, era demasiado pronto y hubiese sido un peso grande para los míos. Recé noches enteras, pedía al Señor que haga entender a mi madre que yo no era sólo suyo, sino también de los chicos con los que vivía. El Señor hizo el milagro, mi madre comprendió , hoy ella y toda mi familia están muy contentos de mi elección.
Pasados cuatro años de Comunidad, llegó el momento de decidir qué hacer de mi vida. Me sentía cada vez más enamorado de Dios, de la vida, de la Comunidad, de los chicos con los que compartía mis jornadas. Al principio, pensaba estudiar psicología, pero mientras más me acercaba a estos estudios, más aumentaban mis miedos, tenía necesidad de ir al fundamento, a la esencia de la vida.
Decidí, entonces, estudiar teología, todos mis miedos desaparecieron, me sentía agradecido hacia la Comunidad, hacia Dios por todas las veces que me vino al encuentro, por haberme arrancado de la muerte y haberme resucitado, por haberme limpiado, vestido, por haberme hecho lucir el vestido de fiesta.
Cuanto más avanzaba en los estudios, mi “llamada” se hacía más clara, fuerte, se enraizaba dentro de mí: ¡quería ser sacerdote!
Deseaba donar mi vida al Señor, servir a la Iglesia dentro de la Comunidad Cenacolo, ayudar a los chicos. El 17 de julio de 2004 fui ordenado sacerdote.