Hoy celebramos a los grandes mártires coreanos. Una vez más, nos detenemos a adorar al Espíritu Santo, que puede transformarnos con su poder y su amor, basta hacernos capaces de cosas que parecen imposibles para las fuerzas humanas. Es su fuerza la que triunfa en nuestra debilidad.
En el siglo XVIII se formó la primera comunidad cristiana en Corea, formada enteramente por laicos evangelizadores que llegaron de China y de Japón. A partir de allí se sucedieron varias persecuciones hasta fines del siglo XIX, en las cuales murieron cerca de 10.000 cristianos. Más de 100 fueron canonizados, la mayoría laicos. Pero ya que el martirio es como una lluvia fecunda que despierta todavía más la fe, hoy hay cerca de 2.000.000 de cristianos en Corea. Ninguno de los esfuerzos de estos cristianos fue en vano. Ellos lo sabían. La intensa vida cristiana que infundieron los primeros cristianos de Corea produjo su fruto y fue coronada en el martirio.
Estos martirios estaban precedidos de horribles torturas, y la fortaleza que ellos recibieron del Espíritu Santo es ciertamente sobrenatural. No se avergonzaron de Cristo (Lucas 9,26) ni prefirieron salvar su vida (Lucas 9,24).
No se trata de exagerar la importancia del dolor, o de buscar el martirio, que es un don de Dios más que una decisión humana. Dios no se complace en vernos sufrir sino en el amor que se expresa en la entrega generosa. Se trata más bien de aceptar la misión que nos toque cumplir en la vida aceptando las incomodidades que la acompañan; y se trata también de dar testimonio de nuestra fe aunque nos traiga problemas. Así podemos decir con San Pablo: "Todo me parece una desventaja comparado con el inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él he sacrificado todas las cosas, a las que considero como un desperdicio, con tal de ganar a Cristo y estar unido a él" (Filipenses 3,8-9).
Hagamos un instante de oración, para pedir al Espíritu Santo que nos haga capaces de cosas grandes, que penetre con su potencia nuestra debilidad.