Entrar en la presencia del Espíritu Santo es lograr que por un momento él sea el único importante. Eso produce un deleite diferente y superior a cualquier otro placer, un gozo del cual nos privamos muchos creyentes.
El tiempo de oración puede ser un tiempo vacío y superficial, puede convertirse en un momento en que pensamos en nuestros problemas, planificamos cosas, imaginamos cómo resolver alguna dificultad de nuestra vida. Nos buscamos a nosotros mismos. Pero allí no nos encontramos con el Señor. Eso todavía no es entrar en la presencia del Espíritu Santo. Eso es hablar con uno mismo, porque allí Dios no ocupa el centro de nuestra atención, y ni siquiera es una presencia que nos interese; él es frecuentemente un decorado de nuestro tiempo de reflexión donde nos ocupamos de nuestra propia vida, analizamos, resolvemos, soñamos, y terminamos rezando un Padrenuestro para creer que hemos alimentado nuestra dimensión espiritual.
Por eso es tan importante invocar al Espíritu Santo antes de ponernos a orar, y pedirle que él nos haga reconocer la mirada de Jesús llena de amor, sus brazos que nos esperan, y que nos ayude a escucharlo a él más que a nuestra propia mente. El Espíritu Santo es el que nos mueve a orar de verdad. Por eso, no deberíamos comenzar ninguna oración sin invocarlo a él.