La esperanza tiene que ver con el amor de deseo, con ese interés profundo que alimenta la actividad cotidiana del hombre en camino.
El que cree que de esta historia nada puede esperarse, sólo puede desear que todo termine, y por eso mismo, no tiene ganas de nada.
Es cierto que cuando descubrimos que las cosas no son eternas, se despierta en nosotros el deseo de una vida que está más allá, la esperanza en el Reino celestial.
Pero la esperanza es mucho más que el sabor amargo que sentimos cuando captamos la insuficiencia y la contingencia de las cosas terrenas. Con la esperanza, ese gusto inquietante se convierte en deseo eficiente, en ilusión, en camino. Esperamos que todo pueda llegar a ser mejor también en esta tierra.
El paso del tiempo es vida que crece, porque está el Espíritu, asegurando con su presencia una permanente e inagotable vitalidad.
Los cristianos nunca podremos entender el paso de los años como un proceso degradante que cada vez se aleja más de los tiempos dorados. No podemos pensar que antes todo era bueno, y que fue perdiendo cada vez más su poder originario por un inevitable desgaste. Si fuera así, no habría esperanza.
La presencia del Espíritu es una primicia del triunfo definitivo, nos hace sentir que con pequeñas cosas vamos preparando algo mejor. Por eso, el Espíritu impide las visiones pesimistas. Él siempre nos lanza hacia adelante.