Para vivir bien es sumamente importante que pidamos la luz del Espíritu Santo y enfrentemos con coraje y sinceridad nuestros miedos, aunque precisamente nos cause terror encontrarnos con nuestros propios miedos.
Porque cuando uno esconde sus temores, o pretende apagarlos sólo haciendo fuerza, pero sin mirarlos de frente, puede llegar a olvidar lo que le causaba miedo, pero ese temor no se va. Se convierte en un miedo etéreo, difuso, presente a cada momento, que se deposita en cualquier cosa; y así ya no sabe bien a qué le tiene miedo, y comienza a sentir temor por cualquier cosa, a perder la alegría de la vida sin saber bien por qué.
De ahí que sea muy sano ponernos en oración, invocar con deseos al Espíritu Santo, y decirle, en voz alta, a qué le tenemos miedo, reconocerlo sin vueltas. Luego, tratar de ir despertando poco a poco la confianza en la acción del Espíritu, ofreciéndole cada área de nuestra vida, pidiéndole que él se apodere de todos los sectores de nuestra existencia con su poder infinito.
Imaginemos cómo el Espíritu Santo, con su luz, su potencia y su fuego, va dando firmeza a esas partes frágiles que quisimos sostener sólo con nuestras pobres fuerzas humanas.