Jesús fue bautizado, y el Espíritu Santo descendió sobre él como una paloma (Lucas 3,21-22). Pero no fue bautizado porque necesitaba la gracia divina, ya que Jesús siempre tuvo una santidad perfecta.
El Espíritu que desciende sobre él no está significando que Jesús no poseía el Espíritu antes del bautismo, sino que Jesús lo recibe de un modo nuevo, en orden a la misión que tiene que comenzar. El Espíritu que Jesús ya poseía, ahora se manifiesta capacitándolo para salir a predicar y hacer presente el Reino de Dios.
En ese sentido se entienden las distintas "venidas del Espíritu" en la Escritura. Cuando los Apóstoles recibieron el Espíritu Santo en Pentecostés (Hechos 2,111), eso no significa que antes no lo tuvieran, sino que lo recibían para salir a evangelizar al mundo, capacitándolos para cumplir una misión. Lo mismo vale para el bautismo de Jesús, que desde su concepción ya estaba lleno del Espíritu Santo.
Efectivamente, habiendo recibido una vez más el Espíritu Santo, y luego de cuarenta días de preparación en el desierto Jesús se dirige a Galilea a proclamar la buena noticia, porque "se ha cumplido el plazo" (Marcos 1,15). Así, en este relato del bautismo de Jesús aparece el cumplimiento de Isaías 1,11; 64,1.
Podríamos preguntarnos si cada vez que tenemos que comenzar una nueva misión, o una tarea delicada, nos detenemos con fe a invocar el auxilio del Espíritu Santo. Porque cada vez que recibimos una nueva misión o comenzamos algo nuevo en la vida, necesitamos la fuerza del Espíritu Santo para poder hacerlo bien.