Cuando nos descuidamos, comenzamos a fabricar alguna máscara para evitar los cambios más profundos, o porque no nos atrevemos a ser nosotros mismos.
¿Cuáles son las posibles máscaras que tenemos que entregar al Espíritu Santo para que él las destruya?

Puede ser la máscara de la fuerza, que nosotros creamos para esconder nuestra fragilidad, en lugar de tratar de fortalecernos por dentro con el poder del Espíritu. Esta máscara nos lleva a mostrarnos agresivos, rebeldes, autoritarios, ambiciosos; pero en realidad, de esa manera sólo estamos ocultando nuestros miedos e inseguridades, que siguen haciéndonos daño por dentro.

Otra máscara puede ser la de la bondad, porque nos gusta que digan que somos buenos y humildes, no toleramos que piensen que somos egoístas u orgullosos. Entonces, para aparentar bondad, nunca decimos que no, siempre hacemos lo que los demás nos piden, nunca discutimos. Pero en el fondo del corazón sufrimos una gran violencia, porque todo eso no es auténtico.

En cambio, el Espíritu Santo nos fortalece para que nos atrevamos a ser respetuosos y amables, pero auténticos y sinceros, sin pretender dar más de lo que podemos ni esconder nuestras verdaderas convicciones.

Otra máscara muy común es la de la serenidad, como si fuéramos personas imperturbables, que no nos molestamos ni nos enojamos con nada. Pero la procesión va por dentro, y esa ira reprimida termina quemándonos por dentro y enfermándonos.

El Espíritu Santo nos enseña a expresar lo que sentimos, sin agredir a los demás ni quejarnos permanentemente, pero sin la vergüenza de manifestar lo que llevamos dentro.