Es cierto que lo principal es dejarse llevar por el Espíritu Santo, llenos de confianza. Pero siempre tenemos que recordar que él nos quiere vivos, y por eso no quiere que anulemos nuestra creatividad y nuestro empeño. Ni siquiera la oración debería ser algo puramente pasivo. Porque orar no es solamente dejarse estar en la presencia de Dios.
Si queremos regalarle a Dios lo mejor, y queremos que nuestro ser entero se encuentre con él, entonces tenemos que estar ahí, con todo nuestro ser y nuestras capacidades en su presencia, no adormecidos ni atontados. Si nos relajamos demasiado, la mente se llena de imágenes que nos desvían la atención hacia otras cosas. Esas imágenes a veces nos llenan de tristezas o de malos recuerdos. Entonces, cuando termina la oración, nos encontramos cargados de malas sensaciones.
Dejarse llevar por el Espíritu Santo no es estar perdidos en una especie de nebulosa. Se trata más bien de una altísima y amable atención. Es un atento recogimiento donde la persona busca concentrar en Dios todo su ser.
Lo ideal es que se trate de un momento de vida vivido a pleno, con todas las capacidades de la persona ofreciéndose activamente a Dios. Por eso conviene, antes de ir a orar, lavarse la cara y los brazos con agua fresca para despertarse bien. Quizás sea también necesario dar unos saltos, flexionar las piernas, mover un poco los brazos, hacer masajes en el rostro, respirar hondo varias veces, caminar unos minutos, etc. Así el cuerpo y la mente se disponen para estar despiertos y serenos al mismo tiempo, para estar vivos ante Dios.
Es verdad que la iniciativa en este encuentro siempre la toma el Espíritu Santo. Él debe ser el protagonista para que haya verdadera oración. Pero al mismo tiempo nos invita a responderle con todo nuestro ser.