En Juan 3,14-21 se nos dice que basta mirarlo a Jesús para ser salvados, así como Moisés levantaba la serpiente en el desierto para que con sólo mirarla se alcanzara la liberación.
Mirarlo, sacar los ojos por un instante de nuestra maraña de cansancios, resentimientos, orgullos lastimados, insatisfacciones.
Mirarlo, levantando los ojos más allá de la miseria sabiendo que hay algo más, que existe la luz sobrenatural que quiere bañar y transformar las tinieblas donde estamos sumergidos. Sólo levantar los ojos, para descubrir que no todo es negro y oscuro, que existe la verdad.
Pero nuestros ojos no se levantan por su propio poder. Es mucha la fuerza del pecado que nos ha ido lastimando y debilitando, como para pensar que con nuestro propio esfuerzo podemos levantar los ojos.
Pero además, es tan grande la luz del amor de Dios, que los ojos del corazón humano no pueden percibirla si ese corazón no es elevado. Sólo nos sana y nos eleva la gracia del Espíritu Santo.
Por eso, en medio de la oscuridad, podemos reconocer el secreto impulso del Espíritu Santo que nos invita a clamar: "Señor, ayúdame, para que pueda levantar mis ojos y te vea".
Nosotros podemos preferir la oscuridad antes que su luz, cuando queremos ser los únicos señores de nuestra vida, cuando confiamos absolutamente en nuestra propia claridad. Cuando creemos conocer solos, sin ayuda de nadie, el camino que nos conviene para ser felices.
Entonces sentimos que no necesitamos un salvador, y ni siquiera queremos levantar los ojos para verlo. Por eso no podemos ser liberados por la fuerza sanadora de su inmenso amor.
Invoquemos al Espíritu Santo, que es el único que puede hacernos levantar los ojos para que seamos salvados.