Hoy celebramos el nacimiento de Juan Bautista. En el Evangelio de San Lucas podemos ver cómo el Espíritu Santo obró en San Juan Bautista. Él lo fue preparando progresivamente para su misión. Su fortalecimiento se manifestará en el coraje de su predicación, que lo llevó a la muerte. Y su vida en el desierto muestra cómo toda su existencia estuvo siempre completamente orientada a Dios.
Juan quiso ser siempre sólo de Dios, y el desierto era el símbolo de esa consagración. Alguien que fue consagrado ya en el seno de su madre por la acción del Espíritu (Lucas 1,15; 1,41) no podía resistir el deseo de entregarse por entero.
Del desierto sale Juan el Bautista; allí había vivido su total entrega a Dios, y allí el Espíritu Santo lo fue preparando.
El desierto en la Biblia es el lugar del encuentro con el Espíritu, porque no hay otras cosas que puedan distraer o encantar al hombre, y entonces allí puede escucharse la voz del Señor que habla al corazón. De hecho, el profeta Oseas presenta al desierto como el lugar de la seducción divina, donde Dios lleva a su pueblo para encontrarse con él a solas y así cautivarle el corazón (Oseas 2,16).
En el desierto Juan había estado atento al Espíritu Santo, se había alimentado y enriquecido en el encuentro con él, había bebido palabras de sabiduría. Por eso, al salir del desierto podía comunicar lo que había recibido, el anuncio de la salvación. Juan salió del desierto y entregó la vida preparando el camino a Jesús. Esto sólo es posible por la acción del Espíritu.
Por eso, en realidad, solamente la acción de la gracia puede sanar nuestro escepticismo y nuestro desaliento enfermizo, entrando en lo profundo de nuestras motivaciones y de nuestras energías, para que podamos cumplir la misión que se nos ha confiado hasta dejar la vida en esa entrega.
De ahí que sea necesario invocar cada día la acción del Espíritu para que nos fortalezca interiormente, para que nos regale una vez más la energía, el arrojo, la alegría inagotable de cumplir lo que Dios en su amor nos ha encomendado.