En la historia de la Iglesia tenemos un tesoro de miles de santos diferentes que han reflejado, cada uno a su modo, la belleza de Jesús. Ellos se dejaron tocar por el Espíritu Santo, y él hizo maravillas en sus vidas.

San Francisco de Asís reflejó la pobreza y la alegría del Señor, Santa Rita nos mostró la fortaleza y la entrega de Cristo, San Cayetano nos mostró su predilección por los pobres y su preocupación por los que sufren.

Por eso, cuando nos ponemos a rezar frente a la imagen de un santo, San José por ejemplo, en esa imagen simple de José el Espíritu Santo nos hace descubrir un reflejo de la inmensa ternura de Jesús, nos hace sentir la caricia de su amor que nos dice: "Yo estoy a tu lado, yo no te abandono, yo te quiero".

Pero cada uno tendría que preguntarse ahora: ¿Y yo? ¿Qué querrá hacer de mí el Espíritu Santo? Ninguno de nosotros tiene que repetir lo que fue Santa Rosa, ni San Francisco, ni la Beata Teresa de Calcuta.

Cada uno llega a ser santo de un modo particular, porque Dios lo ha hecho distinto, y el Espíritu Santo quiere poner en tu vida un reflejo de Jesús que no había puesto en los demás. Entreguémonos al Espíritu Santo para que haga su obra:

"Los exhorto, hermanos, a que se entreguen a Dios como una ofrenda viva, santa, agradable a Él. Ése será el culto espiritual de ustedes" (Romanos 12,1).