Junto con la Persona del Espíritu Santo, está la esperanza. Porque donde está presente el Espíritu Santo siempre hay un futuro posible, siempre renacen los sueños, siempre se nos abre algún camino.

El Espíritu es como una fuerza que nos lanza hacia adelante, que no nos deja vivir sólo del pasado ni permite que nos anclemos en lo que ya hemos conseguido.

Él impulsa, pero hace que nosotros caminemos; no nos arrastra como a muñecos, sino que nos lleva a tomar decisiones, a usar nuestros talentos, a organizamos, a trabajar juntos por un futuro mejor, a buscar la justicia y la solidaridad:

"El Espíritu construye el reino de Dios en el curso de la historia... animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva" (Juan Pablo II, TMA 45).

Y aunque no podamos lograr ahora todo lo que desearíamos, sabemos que el Señor le prepara a sus amigos una felicidad que no tiene fin, allí donde rebosaremos de gozo en su presencia gloriosa (Apocalipsis 21,1-5). Hacia esa Ciudad celestial, que no podemos ni siquiera imaginar, nos quiere llevar el Espíritu Santo, y él nos hace caminar con seguridad hacia esa feliz plenitud:

"La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado"(Romanos 5,5).