En el movimiento de atracción que realiza el Espíritu Santo, él va reformando nuestro ser enfermo y nos va haciendo cada vez más parecidos a Jesús; va logrando que nuestra forma de pensar, de actuar, de reaccionar, de mirar, sea cada vez más parecida a la de Jesús, hasta que podamos decir: "ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí" (Gálatas 2,20).


Y si esto es así, el Espíritu va despertando en mi corazón la fascinación que tenía Jesús por el Padre Dios, su amor y su admiración por el Padre. Por eso, el Espíritu nos hace clamar Padre junto con Jesús (Gálatas 4,6; Romanos 8,15).


El Espíritu Santo, que es inseparable del Padre y del Hijo, y que todo lo recibe de ellos, está siempre pendiente de ellos dos como un infinito enamorado; por eso, no nos hace quedar en su Persona, sino que desea imperiosamente llevarnos a Jesús y al Padre.