«Todo lo de fuera, todo lo que halaga te atrae y es muy fácil dejarse llevar, pero al final descubres que todo eso te deja vacío como persona, sin nada, y toda persona para encontrarse consigo misma necesita el silencio, alejarse del ruido». La frase no es de uno de los gurús de los manuales de autoayuda que están de moda sino de sor Teresa, la abadesa del Convento de las Concepcionistas de Viveiro. Pero en los tiempos que corren, poner en práctica esta enseñanza que parece tan sencilla es muy complicado, y de ahí que las 12 religiosas que quedan en este monasterio hayan recibido con sorpresa «y mucha alegría» la reciente visita de un grupo de adolescentes asturianos de 14 y 15 años.
«Vinieron -añade la mujer- en una excursión del instituto porque sus profesores querían que supieran que existen otras formas de llevar una vida feliz». Sin móviles, sin WhatsApp, sin Facebook, sin Instagram o sin Twitter, pero también sin botellón, juergas hasta las tantas o responsabilidad cero. «Se quedaron muy sorprendidos. Al principio nos hicieron algunas preguntas que nos dejaron un poco cortadas, se nota que nunca habían estado en un lugar así, pero se marcharon encantados. Los profesores nos dijeron que lo que más les había gustado a los chavales de la visita al convento había sido el encuentro con las monjas por la paz y la alegría que les transmitíamos, porque nunca habían visto algo así», añade la mujer.
Tiene 70 años y cuando tenía la edad de estos jóvenes se escapó de su casa en Lagoa, Alfoz, e ingresó en este convento viveirense con la intención de hacerse monja. «Me gustaba mucho la fiesta y bailar, y me hubiera gustado estudiar una carrera como Magisterio, pero me pudo más la vocación espiritual. Yo era la tercera de cuatro hermanos y dos hermanas, y mi familia tuvo un disgusto tremendo. Mi padre no podía concebir que con 16 años me fuera a encerrar en un convento de clausura, porque de aquella nos llamaban ‘las encerradas’, pero luego llegó a estar contentísimo», recuerda.
Los tiempos han cambiado mucho; y en muchos aspectos, afortunadamente, como reconoce sor Teresa, que fue bautizada por sus padres como María Inés. «De aquella al entrar en el convento te cambiaban el nombre como un símbolo de que dejabas tu vida anterior, pero ahora eso ya no se hace», resalta, antes de indicar que cuando profesó los votos había «35 o 36 monjas y todas muy jóvenes».
Aunque las rejas y la clausura siguen siendo «la ayuda que te aleja de los ruidos para vivir en comunión con Dios», destaca que hoy en día las religiosas salen del convento para ir al médico o realizar gestiones como ir al banco. También pueden recibir la visita de familiares. «Y si no pueden venir a verte porque están enfermos, por ejemplo, puedes ir tú a verlos», afirma. La televisión, sobre todo las noticias del telediario y la misa en la Trece, forman parte de un día a día en el que, pese a la avanzada edad de buena parte de las monjas -la más joven tiene 48 años y la mayor, 96- el trabajo es una parte fundamental además de la oración. «Se plancha para iglesias, se cose todavía algo, tenemos la huerta, la iglesia abierta al culto... Y luego la vida de comunidad que hay en toda casa», relata la mujer, y explica que viven de su trabajo y de las pensiones de jubilación que cobran la mayoría. «Siempre cotizamos porque vendíamos dulces hasta que en 1993 dimos de baja la actividad de la tienda en Hacienda, y cosíamos camisas para una empresa de A Coruña que luego cerró. En la sala de costura llegamos a tener once máquinas industriales», evoca.
Al pie del cañón siguen en ella, sor Lina, sor Francisca, otras hermanas cuando pueden, y sor Isabel, que en breve cumplirá 97 años y observa con tristeza la falta de vocaciones. «Es una pena, porque esta es una vida muy feliz», concluye.