Carmen ha sido una de las miles de mujeres que en España han pasado por la cárcel. Pasó por varias de ellas durante los dos años y medio que vivió en prisión, condenada por un delito de tráfico de drogas. De eso hace ahora doce años. Sin embargo, en ese trance tan difícil encontró el consuelo de la Iglesia Católica, que fue a su encuentro entre las rejas. Ahora es ella la que ofrece su testimonio a través de la Pastoral Penitenciaria.
Esta mujer relata a la Diócesis de Málaga cómo era su vida antes, durante y después de su paso por prisión. Cuenta que tenía una vida cómoda, era hija de médicos y tenía dos hijos pequeños. Pero ella, agrega, “quería más, no me faltaba de nada, pero el lujo es un vicio. Era joven, tenía dos hijos, comencé a salir con un chico que resultó ser traficante y un paquete de cocaína encontrado en mi coche me llevó a la cárcel”.
“No puedo explicarte el dolor que sentí cuando me arrebataron de los brazos a mis hijos para llevarme a prisión”, afirma Carmen con la voz entrecortada, “ni el que sentí cuando me comunicaron que mi madre había fallecido en la puerta de la cárcel, después de verla en un ‘vis a vis’”, “ni el que sentí la primera noche, cuando se cierra el cerrojo de tu celda”, “ni el que sentí cuando salí de la cárcel y me encontré con que mi padre enfermo de cárcel”.
Pero en medio de esa oscuridad, la Iglesia le llevó luz. El delegado de Pastoral Penitenciaria, Antonio Elverfeldt, y el capellán Andrés González, ambos trinitarios, “fueron una gran ayuda para mí. Me ayudaron a sentirme libre aunque estuviera encerrada entre cuatro paredes, me dieron fuerzas. La Iglesia me ha ayudado muchísimo y lo sigue haciendo” afirma Carmen.
Ahora, ella dedica su tiempo a los niños de acogida, Cáritas, Pastoral Penitenciaria: “Vivo con mucho menos y valoro de forma extraordinaria ver a mis hijos felices correr por la playa, aunque sea con un bocadillo”.
Es voluntaria de esta Pastoral y va explicando su testimonio a los jóvenes de los institutos, en las charlas preventivas que organizan desde esta delegación diocesana.
“Es muy dura la salida de la cárcel. Cuando entras, dejas tirado a todo el mundo fuera. Esos años te siguen pasando factura toda la vida, la pena no se acabó. Es muy importante la auto-reinserción y rodearse de buenas personas”, añade esta mujer.
“Verme dentro fue terrible. No compartía nada con nadie, me vi en un círculo que realmente no sabía que existía. A veces no somos conscientes del daño que causamos, aunque sea sin querer”, reconoce Carmen, y añade, “pensé en terminar con mi vida, pero lo que me mantenía viva era ser consciente de que no podía fallar a mis hijos”.