Sor Maravillas, en la comunidad carmelita descalza de Aguilar
La barrera que separa del mundo a la mujer de setenta y un años que habla en voz muy baja, que a veces se ríe y bromea y que otras se pone seria y mística, es una reja de dos cuerpos, cada uno de ellos de una forma diferente y distanciados por una cuarta. La madre Cristina de la Eucaristía, la priora del convento de las carmelitas descalzas de San Calixto, situado a diecinueve kilómetros de Hornachuelos, recibe la visita en un locutorio y como testigo de la conversación está el capellán de la comunidad, el padre Jerónimo, un ermitaño animoso y sonriente de unos cuarenta años.
Nada es casual: las constituciones de Santa Teresa de Jesús, la fundadora de la orden, dejan claro que la ventana al exterior —que se limita a la sala de recibo y al coro desde el que siguen la liturgia— se ha de componer de dos enrejados y que cualquier contacto con personas ajenas al cenobio, incluidos los familiares más cercanos, tiene que producirse en presencia de un tercero, habitualmente otra monja, que pueda oír todo lo que se dice.
«Esas rejas no sólo son una separación física, también lo son desde de un punto de vista espiritual, ya que marcan la frontera entre el mundo sagrado y el mundo profano», explica el sacerdote en el enclave de la provincia de Córdoba.
La madre Cristina lleva cincuenta años ahí dentro. Cincuenta, que se escribe pronto. «Sólo he salido para ir al médico», comenta la religiosa. «Mi sitio está aquí, no es tan difícil de entender. Porque estoy enamorada de Él. Locamente. Enamorada de Cristo. Y aquí dentro es donde él me quiere».
Ella piensa lo que piensan las doscientas veintiséis monjas de clausura que se dedican a la vida contemplativa en la provincia de Córdoba y que están repartidas en veintiún conventos.
En el de San Calixto, que antes que carmelita fue un monasterio basilio, hay en la actualidad quince hermanas de edades que van de los treinta y tres a los ochenta y tres años: el número se ha mantenido estable en los últimos años, si bien en tiempos mejores llegó a superar las veinte integrantes.
«Pero nosotras no le damos mucha importancia a las cifras, porque lo esencial es pedirle al Señor que siempre mantengamos nuestro espíritu de pequeñez y de pobreza, de caridad, de abnegación, de menosprecio propio, de buscar el último lugar en todo momento, que fue lo que eligió Cristo», sostiene la priora.
El padre Jerónimo es el capellán de San Calixto, y ermitaño
«La que quiera que acepte esto y la que no que se vaya: aquí no necesitamos a nadie. Y tampoco necesitamos que nadie nos entienda: el día que la gente de afuera lo haga dejaremos de tener sentido», añade quien vive desde casi siempre sin radio y sin televisión y sólo conoce las noticias del mundo a través del «L’Osservatore Romano», el periódico del Vaticano, que le llega por correo, así como por las publicaciones internas de su orden.
«Tenemos internet, pero sólo lo uso yo para las cosas imprescindibles y, conmigo delante, las monjas que necesitan coger patrones para hacer la ropa de bebé que luego vendemos en la tienda que hemos abierto en la calle Góngora, en el centro de Córdoba», indica la religiosa.
María Maravillas de Jesús, la priora del monasterio de Aguilar de Frontera, de carmelitas descalzas, también es la única persona de su comunidad con acceso a internet. De hecho, se bandea con el «whatsapp» con soltura pero con las mismas reservas que si manejara el torno.
«Ave María Purísima, señor periodista, le envío fotografías del interior de nuestro convento. Ha sido un gusto conocerles. Que sean ustedes muy buenos. Que el Señor esté siempre contento de verles, en cuanto lugar estén», escribe con amabilidad en un mensaje que ella ha autorizado que sea público.
María Maravillas, risueña como una muchacha que lo espera todo de la vida, ha cumplido 41 años y está al mando de una comunidad que acaba de perder a una de sus integrantes más veteranas: María Soterraño, que pasaba con holgura los noventa y que ha fallecido al tiempo que otra hermana mayor de clausura con plaza en Bujalance.
En Aguilar de Frontera sólo queda una monja española —las otras seis son peruanas— y también es nonagenaria.
«María Soterraño está enterrada aquí debajo del suelo de esta estancia», susurra la priora tras la reja doble del coro que se encuentra junto al altar de la iglesia de su convento, y desde el que ella y sus compañeras siguen las misas.
«La única española que queda, sor Carmen, ha pegado un bajón desde que murió su compañera de toda la vida. Es a ella a la que escuchan ustedes gritar. Está delirando», completa la responsable del monasterio mientras las voces de la madre enferma y en cama rompen el silencio del lugar, pues ellas no hablan, y en un tono muy bajo, nada más que para nombrar aquellas cosas que no son capaces de decirse por señas.
«Pero nos conocemos ya muy bien. Con una mirada nos entendemos y eso es suficiente», apostilla mientras el resto de las monjas atiende en otra habitación las enseñanzas del párroco de Fernán Núñez, Daniel Ruiz Rosa, que dirige el día mensual de la oración de la comunidad, que se celebró este martes, y en el que quedan suspendidas las dos horas de recreación que marca la jornada ordinaria.
Este tiempo libre es, en palabras de la priora, «un momento para nosotras, sin labores y sin rezos, en el que nos reunimos y hablamos de nuestras cosas para pasarlo bien. No echamos de menos nada de fuera».
La hermana Anunciación Ceular, abadesa de la comunidad de concepcionistas de clausura de Hinojosa del Duque, al norte de la provincia, recuerda que una vez estuvo en la playa. «Me llevaron mis padres siendo jovencita, y me gustó: recuerdo el mar, la arena, la gente en bañador. Fue antes de entrar aquí». De esa visita ya hace, pues esta mujer de 75 años nacida en el barrio de San Agustín entró en la clausura a los 16 años y es la responsable de un cenobio compuesto por veinte hermanas, todas españolas y buena parte de ellas nacidas en la provincia de Córdoba.
«Cristo se enamoró de mí y me pidió que le entregara mi vida. Estoy enamorada de él», explica sonriendo.
A su lado se encuentra sor María de las Nieves, una alicantina de cuarenta años largos que ejerce de vicaria de la comunidad. «Hay personas que aún con fe piensan que nuestra vida es un derroche, que la estamos desperdiciando, porque podíamos irnos a las misiones o a los hospitales a ayudar a los enfermos. Olvidan que desde el espacio limitado de nuestra clausura llegamos al mundo entero, como hizo Jesús a través de algo tan limitado y tan medible como su cruz», tercia ella.
«Pero dígame qué cree usted que hay fuera de este convento que me pueda gustar más», le pregunta al periodista. Ella misma responde: «Mire, no me pierdo nada de fuera. A lo que yo aspiro es a romperme en el cuerpo de Cristo».
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