José Ma­nuel Ca­ma­cho Mo­ra­les  tiene en estos momentos 71 años y acaba de ser ordenado sacerdote. Agus­ti­na, su es­po­sa, fa­lle­ció el 8 de sep­tiem­bre de 2008, mien­tras él es­ta­ba en la misa de la Na­ti­vi­dad de Ma­ría. Era la hora del Ánge­lus. Sonó el mó­vil, des­pués de co­mul­gar, lo miró y se re­co­gió en el Se­ñor. Todo estaba en­vuel­to de Pro­vi­den­cia. Agus­ti­na des­can­só en paz y José Ma­nuel que­dó en paz.

A los po­cos días, el ac­tual obis­po de Bar­bas­tro-Mon­zón, Monseñor. Ángel Pé­rez, le en­tre­gó una car­ta. Era de Agus­ti­na y, en ella, ma­ni­fes­ta­ba el de­seo que siem­pre le ha­bía acom­pa­ña­do de te­ner un hijo sa­cer­do­te. El obis­po tocó el hom­bro de José Ma­nuel y le dijo: “No hay hijo, pero es­tás tú”, pues habían tenido dos hijas. José Ma­nuel fue or­de­na­do pres­bí­te­ro el sá­ba­do 16 de di­ciem­bre, en la ca­te­dral ba­sí­li­ca de Nues­tra Se­ño­ra del Pi­lar.

En una entrevista para Iglesia de Aragón que recoge SIC, José Manuel explica todo este proceso:


- Muy go­zo­sa. Era un poco re­mi­so, pero des­pués de ha­ber­la ex­pe­ri­men­ta­do, es­toy fe­liz. El tra­to con los de­más se­mi­na­ris­tas, que po­dían ser mis hi­jos o, in­clu­so, mis nie­tos, ha sido en­ri­que­ce­dor. Con ca­ri­ño, siem­pre con res­pe­to. Es­pe­cial­men­te, ten­go en mi co­ra­zón la Hora San­ta de la no­che de los jue­ves, un mo­men­to de in­ti­mi­dad con el Se­ñor, jun­to a mis com­pa­ñe­ros, es­cu­chan­do las con­fi­den­cias de los que se iban or­de­nan­do diá­co­nos y lue­go pres­bí­te­ros.


- Cuan­do en­tro, ya ten­go los es­tu­dios con­clui­dos. Co­men­cé a es­tu­diar con un poco más de cin­cuen­ta años. En prin­ci­pio, con el im­pul­so de mi es­po­sa y el de­seo de ser diá­cono per­ma­nen­te. Me di cuen­ta de que el es­tu­dio fi­lo­só­fi­co es im­por­tan­tí­si­mo para asen­tar la teo­lo­gía, me re­sul­tó fas­ci­nan­te.

  
- En cons­tan­te as­cen­so. Se lo co­mu­ni­qué por car­ta. Una car­ta in­di­vi­dual, por­que cada una es dis­tin­ta. Poco a poco, han ido com­pren­dien­do que el que yo sea sa­cer­do­te es un bien para ellas y para la fa­mi­lia, por­que so­mos Igle­sia. Han pa­sa­do del res­pe­to al en­tu­sias­mo.


- Lo vie­ron na­tu­ral, no les im­pac­tó. Aho­ra vivo con ellas y creo que en casa se res­pi­ra otro am­bien­te. El es­pí­ri­tu re­li­gio­so lo han apren­di­do con Agus­ti­na y con­mi­go. Con­for­me se acer­ca­ba la or­de­na­ción, es­ta­ban más me­lo­sas, más tier­nas. Pero sa­ben lo im­por­tan­te que es y quie­ren acom­pa­ñar­me en la eu­ca­ris­tía. Me ven re­zan­do el bre­via­rio. Creo que este paso que he dado les lle­na mu­cho. Y yo no dejo de pe­dir por ellas en mi ora­ción.


- Sí, tra­ba­jé mu­cho en ‘En­cuen­tro Ma­tri­mo­nia­l’. In­clu­so an­tes, ya es­tá­ba­mos tra­ba­jan­do con las fa­mi­lias en el co­le­gio de mis hi­jas, con las re­li­gio­sas es­co­la­pias, se­gún el es­pí­ri­tu de san José de Ca­la­sanz. El Evangelio hay que anun­ciar­lo des­de la fa­mi­lia de Na­za­ret. Des­de la fa­mi­lia, te­ne­mos que ir a los de­más. La fa­mi­lia es cé­lu­la vi­tal, no solo de la so­cie­dad, sino tam­bién de la Igle­sia. Con mi es­po­sa, vi­vía­mos la eu­ca­ris­tía dia­ria y rezá­ba­mos el ro­sa­rio. Y el Vier­nes San­to, ha­cía­mos la ex­pe­rien­cia del via­cru­cis, in­vi­tan­do a ami­gos a que se unie­ran a no­so­tros. Siem­pre he­mos vi­vi­do el sen­ti­do de Igle­sia.


Una de las co­sas que ten­go bien cla­ras es que yo soy ins­tru­men­to. El úni­co sa­cer­do­te es Cris­to. Para ello hay que obe­de­cer y no me cues­ta. En mi vida pro­fe­sio­nal he sido man­do in­ter­me­dio y me ha to­ca­do obe­de­cer y mandar. Siem­pre me ha re­sul­ta­do más gra­ti­fi­can­te obe­de­cer, sin que me haya im­pe­di­do ser res­pon­sa­ble al man­dar. Aho­ra es­toy como vi­ca­rio en la pa­rro­quia de San Gil Abad. El pá­rro­co me ha aco­gi­do muy bien y me ha encargado, además de las ce­le­bra­cio­nes, la pas­to­ral de en­fer­mos y la ca­ri­dad.


- A mi es­po­sa, la pri­me­ra. No solo acom­pa­ñar: he vi­vi­do la en­fer­me­dad. He pe­di­do luz al Es­pí­ri­tu San­to para que me en­se­ña­ra a ver la en­fer­me­dad como un don Dios, por­que nos acer­ca más a él. El se­gui­mien­to au­tén­ti­co es con cruz. Sin cruz, im­po­si­ble. En mi pri­me­ra misa, cuan­do me des­pe­día de la pa­rro­quia de San Pe­dro Ar­bués, don­de he ser­vi­do como diá­cono, de­cía que no te­ne­mos que te­ner ex­ce­si­vo ape­go a los lu­ga­res ni a las per­so­nas. Nues­tro ape­go pri­mor­dial tie­ne que ser Je­sús.


- Al ser un don, me des­bor­da. Por eso voy a ne­ce­si­tar mu­cha ora­ción ante el sa­gra­rio para te­ner las fuer­zas de ser tes­ti­go en­tre­ga­do, en per­ma­nen­te ac­ti­tud dia­co­nal, de ser­vi­cio. Voy a ne­ce­si­tar tam­bién del acom­pa­ña­mien­to de las per­so­nas y las co­mu­ni­da­des. Y tra­ba­ja­ré por las vo­ca­cio­nes: es algo muy gran­de y se en­mar­ca siem­pre en la es­pe­ran­za per­ma­nen­te de la Igle­sia, cui­da­ré mu­cho el acom­pa­ña­mien­to a las fa­mi­lias. En ellas, se fraguan las vocacio­nes.