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Disfrazamos a nuestros hijos con mullidos chalecos de borrego blanco para la función escolar y, en el belén de nuestra casa, no faltan, junto al rebaño, con su romántico zurrón y su rabel, calentándose junto al fuego y mirando con rostro cándido al ángel de la anunciación, los pastores, omnipresentes en cada Navidad.
Sin embargo, la realidad de aquellos hombres que cuidaban del ganado en la Galilea del siglo I dista mucho de esta imagen almibarada y bucólica. Curtidos al raso, sin apenas formación o caídos en desgracia, apestaban a intemperie, a mugre y a exclusión.
Según explican teólogos como Joachim Jeremias o Léon Dufour, su oficio era considerado “humillante y despreciable”, como una excusa para cometer desviaciones y tropelías, y no pocos tenían bien ganada su fama de “ladrones y matones”, de embaucadores y de borrachos. Ni siquiera estaba permitido comprarles lana, leche o cabritos por la sospecha fundada de que los hubieran robado a los dueños de los rebaños que pastoreaban. Por si esto fuera poco, no gozaban de los derechos que poseía todo israelita.
A pesar de todo esto –o, tal vez, precisamente por ello–, tipos de semejante calaña fueron los primeros en recibir el anuncio del nacimiento de Jesús, el Mesías esperado, y, por tanto, el anuncio de la irrupción salvadora de Dios tomando carne humana, carne tan sucia como la de aquellos hombres míseros y miserables.
Lejos de ser una metáfora literaria, esta elección de Dios se actualiza hoy en la vida de los “nuevos pastores”, los excluidos de la sociedad: mendigos, indigentes, pobres…
“Los pobres no tenemos nada. Por eso, lo único que nos queda es Dios. Y si encima eres un enfermo mental, como yo, ni te cuento. Yo no puedo esperar nada de nadie. No soy un santo, pero ningún ser humano se merece una vida como la que llevo. Dios lo sabe y es el único que me cuida. Te digo una cosa: eso que dicen de que los pobres somos los favoritos de Dios es una verdad como una casa. Más de uno se va a enterar cuando se muera y vea lo que ha hecho con nosotros…”.
Alberto clava sus ojos claros en los del periodista, con una mirada acuosa por la sinceridad y el dolor que ha sufrido desde niño.
Ronda los cuarenta años, los dos metros y los doscientos kilos de peso, y padece esquizofrenia. Tiene la tez maltratada por las noches entre cartones, pústulas callosas en las manos causadas por el frío y una barba prematuramente cana. Se cura los catarros mascando regaliz y aunque vive en la indigencia, se asea con pulcritud en los baños de algunos bares que ya lo conocen, sobre todo en las temporadas en que no puede pagarse una pensión (en casi todas las más económicas del centro de Madrid ya no le permiten pernoctar a causa de las deudas que ha dejado en su afán por huir de la calle).
Su historia está tejida con los mimbres de una familia hecha añicos, terribles abusos físicos y morales desde su infancia, una enfermedad mal tratada desde su origen y el ambiente sórdido y cruel de la pobreza.
Cuando está sereno gracias a los efectos de la medicación, habla de la política con desprecio, de su familia con un dolor nada disimulado y de Dios con una ternura que conmueve.
“Te lo digo en serio: yo rezo mucho. Tengo mucho tiempo para pensar y, por mi enfermedad, no me viene bien darle vueltas solo a mis problemas. Así que hablo con la gente que me ayuda y, sobre todo, con Dios. Él es el único en el que me refugio, el único que sabe lo que no le cuento a nadie. Y tiene que ser Él quien me calma cuando me dan ganas de partirle la cabeza a alguno de los indeseables que vienen a aprovecharse de mí porque soy pobre. En la calle hay mucho vicio y mucha gente mala. Tienes que estar aquí para saber lo que te proponen a cambio de dinero o de dormir bajo un techo cuando saben que llevas un montón de tiempo con la espalda rota de pasar tanto tiempo en el suelo. Y hay gente que acepta porque está desesperada, pero yo no; bastante me hicieron de niño”.
José no piensa lo mismo, aunque, en honor a la verdad, hay que aclarar que él no duerme en la calle, por más que se pase la mayor parte del día en una esquina del centro de Madrid, donde se cruzan las calles Arenal y de las Hileras. “Si no pones mi verdadero nombre ni mi cara, te cuento una buena historia”, dice mientras talla una cruz de madera con un cúter.
Y, entre las volutas de humo de su cigarrillo, comienza a tallar también nombres como Teddy Bautista, Presuntos Implicados, la Sgae, Juan Luis Guerra o Lauren Postigo.
La historia que nos relata –y que es real, cosa que en la calle no siempre puede darse por descontado– incluye también los detalles de cómo y por qué, hasta hace solo tres años, José (que, como prometimos, no es su nombre real) se dedicaba al negocio de la música, dirigía dos empresas, conducía un Mercedes y vivía en un chalé, mientras que ahora, con 56 años, vende, “por la voluntad”, cruces y corazones de madera labrados por él mismo en una caja de cartón que hace las veces de tenderete.
Los ingeniosos carteles con que anuncia su mercancía y su situación le han dado cierta fama entre los vecinos y comerciantes, que lo tratan con la misma deferencia y educación que él emplea con todos.
Lo que no resulta tan visible para quien camina apresurado por la que es una de las vías neurálgicas del comercio en la capital española es el pequeño altar, con una imagen de la Dolorosa y un cuadro de la Divina Misericordia, que José tiene tras su mostrador y a los que “claro que pido ayuda, y te digo que me la dan, sobre todo para no caer en la desesperación. Y a veces me pasa cada cosa…”.
Como aquella mañana, cuenta, en la que llegó agobiado por los recibos sin pagar y las amenazas de cortes del suministro de luz, agua y calefacción, y una señora le dio, antes de perderse por la calle, un sobre con una gran cantidad de dinero y una nota que decía “Dios está contigo y esto es una prueba de ello”.
“Cuando te ves en una situación como la mía –explica, con toda naturalidad–, te das cuenta de un montón de cosas. Por ejemplo, de que Dios no es un consuelo para tontos, sino que existe y te ayuda cuando se lo pides. A su estilo, eso sí. Y, también, esto te enseña a vivir con humildad y con realismo”.
Además, “la calle tiene sus reglas no escritas: encuentras personas con lealtad y, a veces, el que menos tiene es quien te ayuda: un día, uno que mendiga más arriba te pide dos euros y, dos semanas después, te devuelve cinco; otro día, viene uno con un café para mí porque una señora le ha dado una limosna un poco más generosa… Y también en cosas así está Dios, digo yo”, concluye.
Envuelta entre mantas y ropas de abrigo sucias, Dori sintetiza la fe de los pobres con palabras sencillas y una dicción muy particular, pues solo le queda un único diente: “A Dios lo encuentras cuando lo buscas con un corazón limpio. No importa que, por fuera, estés sucio. Lo que importa es que el corazón no lo esté”.
Algunos transeúntes se sorprenden al escuchar sus palabras para Misión; otros la esquivan como si no estuviera. No faltan quienes la miran –y también al periodista, que lleva un par de horas charlando con ella– con una mezcla de asco e incomodidad, incluso entre los turistas y feligreses que entran a la iglesia de San Ginés.
Los años de abusos, malos tratos, dejadez y malas decisiones le han dejado signos evidentes, como una falta de equilibrio que, en ocasiones, resulta llamativa.
Aunque, al final, concluye con unas palabras largamente reflexionadas en la soledad de su chamizo y en la capilla del Cristo de la Salud, “que tiene una mirada que parece que te habla como no te habla nadie”.
“Dios no quiere que tratemos a nadie como si fuéramos animales. A las personas hay que tratarlas con humanidad, porque hasta ese de ahí que es un borracho que insulta a los que pasan a su lado es hijo de Dios. ¿Que si a Dios se le encuentra en la calle? Mira, cariño, Él está en todas partes. Pero, si solo pudiera estar en un sitio, creo yo que estaría con los indigentes, porque Él, y la Virgen santísima, que mira que es buena, están siempre con las personas que sufren”.
Como todo lo que rodea a la indigencia, la presencia de Dios entre los pobres es una realidad plagada de contrastes. Tal como explica Leticia Casans, coordinadora de uno de los comedores sociales que la Orden de Malta tiene en Madrid, “Dios no quiere la pobreza, que es una de las grandes dolencias del mundo, y nos anima a ayudar a quien está en esa situación. Pero Él no deja de lado a quien se encuentra en la calle. Tenemos que combatir la pobreza y saber ver a Dios en y junto a los pobres”.
Por las historias de quienes acuden al comedor, Leticia sabe que “la pobreza espiritual está muy vinculada a la material, y en este ambiente hay mucha miseria y mucha violencia. Pero también hay pobres con las ideas muy claras, mientras que personas que lo tienen todo tratan a los demás con una dureza miserable”.
Además, añade: “La mejor forma de ayudar es hacerlo, no solo con lo material, sino hablando con ellos y conociendo sus historias: el trato cercano te hace comprender que tal vez es peor dar a alguien una limosna. Por eso, siempre es una garantía ayudar, con tiempo y con dinero, desde las organizaciones que nos dedicamos a esto. Al final, los bienes del mundo no están para acumularlos, sino para darlos. Jesús ofrecía lo que tenía, y por eso lo imitamos”.