Su nieto, el también escritor y periodista, Alfonso Ussía, relata más detalles sobre la muerte de su abuelo, que ha investigado en profundidad. Estos datos los recoge Alfredo Semprún, subdirector de La Razón, en un reportaje.
Especialista en la Guerra Civil, Semprún es autor de El crimen que desató la Guerra Civil y en este texto que les mostramos a continuación relata las últimas horas de Muñoz Seca con las aportaciones de Ussía.
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“Nos matan, nos matan”. Pedro Muñoz Seca acaba de tener una breve entrevista con el director de la Cárcel de San Antón, el antiguo caserón del colegio de los Escolapios, reconvertido en prisión, que le confirma lo que ya todos sospechan. Que las órdenes de traslado a Chinchilla o a San Miguel de los Reyes son la contraseña que cubre la palabra “paredón”. Es el 27 de noviembre de 1936, su juicio, farsa en realidad, había tenido lugar el día anterior. “Me lo podéis quitar todo, menos el miedo que os tengo”, se le escucha decir al comediógrafo en la sala donde se celebra la vista. Pero, al final, al oír la sentencia, rectifica “No. Hasta el miedo habéis conseguido quitarme...”.
Muñoz Seca afronta la muerte, que intuye próxima, como lo que es: un católico sin estridencias, padre de nueve hijos y marido enamorado. Su delito, ser monárquico, de derechas y ese inigualable sentido del humor que levanta ampollas en los soberbios marxistas, constructores del “hombre nuevo”, ése que Muñoz Seca sabe, y lo cuenta, siempre será el mismo. No quiere, por supuesto, morir. Pero se resigna y se prepara. Esos días, con la maquinaria de asesinar puesta a toda marcha por la Junta de Defensa de Madrid, menudean las confesiones en las galerías, en el patio donde una vez gritaron y rieron los escolares y en las propias aulas, reconvertidas en celdas.
Muñoz Seca junto a sus nueve hijos
Sacerdotes, desde luego, no faltan. Allí, con Muñoz Seca, están presos, entre otros religiosos, los hermanos de San Juan de Dios y los 55 frailes agustinos de El Escorial, los que fueron profesores de Manuel Azaña y por quienes el presidente de la República no ha movido un dedo.
Alfonso Ussía, su nieto, que ha investigado a fondo la vida y, sobre todo, la muerte de su abuelo, supo de su serenidad y hombría de bien por quienes compartieron con él la prisión.
– La leyenda tan extendida –nos dice– de que murió haciendo chistes es completamente falsa. Sufrió mucho en la cárcel, pero mantuvo la dignidad y la bonhomía de su carácter. Siempre trató de levantar el ánimo de sus compañeros y, eso sí, tuvo que sufrir bromas rastreras de sus carceleros. es que detrás de esa leyenda –creemos nosotros– del humorista que ejerce como tal hasta en el borde de la fosa hay una especie de descargo moral, como de quitarle importancia al hecho de que se había asesinado a un hombre y, además, inocente. Pero no. Si prospera la causa de su beatificación, Muñoz Seca será un buen abogado del bien morir, de la conciencia plenamente asumida y de la fe en la Resurrección. “Cuando recibas esta carta –escribe apresurado a su esposa– estaré fuera de Madrid. Voy resignado y contento. Dios sobre todo”.
Su último texto nos dice que el reo tiene la certeza de su suerte, pero que, aun así, brinda al amor de su vida, a su “ángel bueno”, una brizna de esperanza: “Y si Dios tiene dispuesto que no volvamos a vernos, mi último pensamiento será siempre para ti”. Y la posdata: “Como comprenderás, voy muy bien preparado y limpio de culpas”.
Había que prepararse. Si la matanza había querido ser discreta, los rumores sobre los falsos traslados de presos, sobre lo que de verdad significaban las órdenes de “libertad” que venían en las fichas amarillas, hacía tiempo que los habían confirmado la jactancia cruel de los milicianos comunistas, el maltrato sobre los que salían, maniatados, camino de los autobuses, y la ausencia vergonzante, en esas horas, de los pocos funcionarios de prisiones que permanecían en sus puestos.
Sí, prepararse... “Había una larga galería, y en una parte de ella estaba la mitad de la expedición, en tres filas, con las manos atadas atrás con un cordel. Entre otros, estaban el padre superior Fray Guillermo Llop, y otros hermanos jóvenes; me llamó con gran tranquilidad al pasar delante de ellos y me dijo: ‘Vea cómo estamos. Nos van a fusilar a todos y además tienen el propósito de sacar a todos los presos. Dígaselo al padre provincial para que los hermanos que quedan se preparen bien’. El testigo es Antonio González, uno de los frailes de San Juan de Dios, que también ve, al otro lado de la galería, al resto de la expedición. Allí está, maniatado, Muñoz Seca. Otro testigo, Buenaventura González de Lara, relatará a los jueces de la Causa General cómo uno de los milicianos, se ensaña con el dramaturgo y le tira de los legendarios bigotes. Don Pedro aguanta, impertérrito, la humillación cobarde.
Horas antes, la tarde del 27 de noviembre, ha partido otro convoy. En él viajan los hermanos Rafael y Cayetano Luca de Tena, y Julián Cortés Cavanillas, que han compartido celda con Muñoz Seca. Tendrán suerte. La salida se ha demorado y la noche se echa encima. Según una versión, la de Cayetano, el chófer se pierde camino de Paracuellos y, tras muchas vueltas, da con un control anarquista, de esos que, según Santiago Carrillo, pululaban por la retaguardia y estaban sedientos de sangre. Pero no parece.
-Traemos una cuadrilla de fascistas para fusilar- se escucha decir al miliciano jefe del autobús.
- Nosotros no sabemos nada- contestan desde el control.
- La contraseña es el ‘Papa es un cabrón’- insisten desde el autobús.
- Que el Papa es un cabrón estamos de acuerdo, pero nosotros de contraseña no sabemos nada. Acercaos a la cárcel de Alcalá y preguntad.
Los presos llegaron a la prisión de la ciudad complutense y se salvaron.
Pero Muñoz Seca estaba en otra fila, formando parte de otra “saca”, la que iba a partir en la mañana del 28. En el mismo convoy, iban 10 agustinos y 17 hermanos de San Juan de Dios, y un hombre, ya mayor, vestido de luto y acompañado de sus dos hijos, muy jóvenes. Muñoz Seca se sentó al lado del padre Llop.
Hay que imaginarse la escena. Los autobuses del Ayuntamiento de Madrid, unos, de dos pisos; otros, de uno, van llegando a la vieja carretera de Belvís, al pie de Paracuellos del Jarama. Ya es de día. Detrás de una arboleda de pinos, cerca del arroyo seco de San José, aún se está enterrando a los fusilados de la madrugada anterior. Algunos cadáveres están casi desnudos, despojados de sus ropas de valor y de los zapatos. En unas mantas, se acumulan relojes, anillos, pulseras, plumas... Muchos hombres gritan órdenes.
Las puertas de los autobuses se abren y en grupos de veinte o veinticinco se hace bajar a los presos. Muñoz Seca no tiene mucha suerte. Saldrá en el penúltimo grupo, testigo directo de la muerte de quienes le han precedido.
“Ahí fumó su último cigarrillo. Fueron apenas unas caladas”, nos relata Ussía. “Mi abuelo había sufrido de úlcera de estómago, que empeoró en 1918 y le obligó a guardar reposo. Aprovechó para escribir, con tranquilidad, La Venganza de Don Mendo, que es su obra más conocida y de las más representadas en la historia de España. Y dejó de fumar. Pero, en la espera, un miliciano, con algo de humanidad, le ofreció un cigarrillo y mi abuelo lo aceptó. Un par de caladas. Dijo: “Qué bueno está”, y “vamos ya”.
La Diócesis de Alcalá ha abierto el proceso de beatificación del conocido dramaturgo
Esa mañana, en la zanja del arroyo de San José, trabaja Gregorio Muñoz Juan, uno de los vecinos de Paracuellos a los que el comité de milicias local ha reclutado forzosamente para enterrar a las víctimas. Desde el 7 de noviembre, cuando empezó a cavar la primera fosa, hasta el 4 de diciembre, cuando dejaron lista la última, la número seis, Gregorio ha sido testigo del horror de las matanzas. Su declaración ante la causa general, sencilla en su sordidez, nos interesa porque se dice testigo directo de la muerte de Muñoz Seca, al que reconoció junto al autobús, algo nada extraño en un hombre tan popular, personaje habitual en periódicos y revistas. De hecho, la Prensa de Barcelona, al dar nota breve de su detención en la plaza de Cataluña, señaló que Pedro Muñoz Seca había sido reconocido por dos policías, cuando estaba en compañía de su mujer. Era el 30 de julio de 1936. Alfonso Ussía guarda el recorte de La Libertad, con la noticia de la detención, que nos lee: “Pedro Muñoz Seca, detenido en la plaza de Cataluña, cuando paseaba en mangas de camisa, seguramente a causa del calor. El ex jefe de Administración de Hacienda ha sido trasladado a la Comisaría de Orden Público”.
Le comento a Ussía mis dudas sobre si en la referencia a las mangas de camisa sólo hay una intención malévola, la de denigrar a un hombre que siempre cuidaba su atuendo, o una acusación nada velada a que hubiera participado en la rebelión, y se hubiera desprendido de cualquier prenda que pudiera comprometerle. Ussía se inclina por la maldad primera y creemos que tiene razón.
Por aquellas fechas, 30 de julio, la persecución de los militares, falangistas y requetés sublevados estaba prácticamente acabada. Los “paseos”, sin embargo, estaban en sus peores momentos. La Vanguardia daba cuenta ese día de que en el cementerio nuevo y en el Depósito Judicial habían ingresado más de 400 cadáveres, la mitad de ellos sin identificar.
El matrimonio Muñoz Seca estaba en Barcelona desde el 15 de julio, hospedados en una pensión de la calle de Lauria, que regentaba la madre de la actriz Lina Santamaría, para preparar el estreno de su obra La Tonta del Rizo. Se dijo en esa época que otro actor había denunciado al dramaturgo y conducido a la Policía hasta la pensión.
Pero los periódicos señalaron la plaza de Cataluña, uno de los lugares donde habían sido más duros los combates, como lugar de la detención, lo que no quiere decir que sea verdad. Por cierto, Muñoz Seca, al que no siempre la literatura le dio para criar a su numerosa familia, era, en efecto, funcionario de Hacienda. Apelando a esa condición, consiguió que, una vez detenido, lo trasladaran a Madrid, donde creía que podría defenderse mejor. Su presencia en Paracuellos nos dice que se equivocó.
Gregorio ha reconocido al escritor, aguardando su turno, sereno. Las tandas de fusilados se suceden. El padre de luto y sus dos hijos consiguen mantener unas palabras a solas, apenas dos minutos. Cogidos por los hombros, de frente al pelotón, el padre grita “Fuego” y caen los tres. Gregorio sigue a Muñoz Seca sin perderle de vista.
Declara: “Le vio caminar con ademán tranquilo los veinte metros que le separaban desde el autobús al punto donde fue muerto, y al pasar junto a los cadáveres de los recién asesinados, decía: ‘Ahí va el último actor de la escena; hasta al morir, con la sonrisa en los labios. Este es el último epílogo de mi vida’”. Y luego, ahogados por las descargas, los gritos de “Viva Cristo Rey”.
La familia Escribano perdió a todos sus varones el 5 de noviembre de 1936. Padre, cuatro hijos y un yerno. Tenían una empresa de autocares y ayudaron a huir de Madrid a un grupo de monjas, entre las que se encontraba la madre Maravillas. Su hija, que aún vive y a la que conozco desde que yo era niño, nunca nos transmitió el menor sentimiento de odio o revancha. Tan solo, cuando Santiago Carrillo volvió a España, se le ensombrecía la mirada si se le tropezaba en la tele.
Natividad, a quien Dios conserve muchos años su elegancia, alegría y lucidez, es uno de esos españoles a quienes se refirió el Rey en su discurso de apertura de las Cortes: “Aquellos que con el dolor y la memoria todavía vivos en su alma” hicieron posible la Transición. De los dos bandos.