"¿Por qué ir a ayudar al prójimo es correcto cuando se hace en nombre de un ideal terrenal, y no lo es cuando se hace en nombre de un ideal espiritual?", ha planteado la periodista barcelonesa Pilar Rahola, popular por sus polémicas mediáticas.

 "Si Dios es el responsable de tal entrega completa, ¿cómo no querer que esté cerca de nosotros, incluso cerca de aquellos que no conocemos el idioma para hablarle?", ha planteado la periodista, que se declara no creyente, en su Pregón del Domingo Mundial de las Misiones (www.domund.org), proclamado en la basílica de la Sagrada Familia este sábado por la tarde, ante la atenta mirada del arzobispo de Barcelona, Juan José Omella. 

En su pregón misionero, la periodista usó la palabra "Dios" 18 veces, "Jesús" en 2 ocasiones y "Cristo" en otra más.


"No soy creyente", ha afirmado con sinceridad Pilar Rahola al empezar el pregón del Domund. "Esta dificultad para entender la divinidad no me impide ver a Dios en cada acto solidario, en cada gesto de entrega que realizan tantos creyentes, precisamente porque creen".

La periodista se ha preguntado qué deben de sentir los cristianos que les sacude de esa forma y les mueve a salir de su casa e ir a "aquellos agujeros negros del planeta que no salen ni en los mapas".

Según ha explicado, esta entrega constituye una gran revolución, que ilumina a la sociedad en los tiempos convulsos que vivimos.

"El comportamiento de estos creyentes, que entienden a Dios como una inspiración de amor y de entrega, es un faro de luz, ciertamente, en la tiniebla".


Rahola ha explicado el doble trabajo que llevan adelante los misioneros: la evangelización y la caridad cristiana. La periodista ha denunciado que la evangelización "ha sufrido los ataques más furibundos, sobre todo por parte de las ideologías que se sienten incómodas con la solidaridad cuando se hacen en nombre de Cristo". "¿Por qué ir a ayudar al prójimo es correcto cuando se hace en nombre de un ideal terrenal, y no lo es cuando se hace en nombre de un ideal espiritual?", se ha preguntado.

Ante eso, Rahola ha reivindicado la importancia de la evangelización, como fuente de civilización, que entronca con los derechos humanos.

"Desde mi condición de no creyente quiero decir que la misión de evangelizar es, también, una misión de servicio al ser humano", ha sentenciado. "El mensaje cristiano es una poderosa herramienta transgresora y revolucionaria, la revolución del que no quiere matar a nadie, sino salvar a todos".


En cuanto a la caridad cristiana, Pilar Rahola ha defendido que es el motor que mueve a millones de cristianos a lo largo de toda la historia a salir de su comodidad para ayudar a los invisibles. "¡Quiénes somos nosotros, gente acomodada en nuestra feliz ética laica, para poner en cuestión la moral religiosa, que tanto bien ha hecho a la humanidad!".

La pregonera ha hecho especial mención a Isabel Solá (misionera barcelonesa que fue asesinada en Haití en septiembre de este año), y a los misioneros muertos por causa del ébola en 2014, quienes muestran el ideal del misionero, que es la entrega total. "Si Dios es el responsable de tal entrega completa, cómo no querer que esté cerca de nosotros, incluso cerca de aquellos que no conocemos el idioma para hablarle", exclamó.


Finalmente, la pregonera del Domund ha reconocido que no creer en Dios es algo triste, ya que conlleva soledad ente la muerte. "Pero soy una creyente ferviente de todos estos hombres y mujeres que, gracias a Dios, nos dan intensas lecciones de vida, apóstoles infatigables de la creencia en la humanidad".

Rahola ha explicado que la llamada del Papa Francisco a salir de la tierra, que ha inspirado el lema del Domund de este año, es una llamada que "nos interpela a todos: los creyentes, los agnósticos, los ateos, a los que sienten a y a los que dudan, a los que creen y a los que niegan, o no saben, o querrían y no pueden".

Pilar Rahola ha culminado el pregón afirmando que "las misiones católicas son una ingente fuerza de vida, un inmenso ejército de soldados de paz, que nos dan esperanza a la humanidad, cada vez que parece perdida.".

El acto ha contado con la intervención de Anastasio Gil García, director de Obras Misionales Pontificias España, y con un vídeo enviado desde Irak del periodista Josep Cuní y Llaudet, encargado de presentar a la pregonera.

Después de la interpretación musical del Coro de Cámara Francesc Valls, el arzobispo de Barcelona, Juan José Omella, ha hecho una breve reflexión sobre el lema del Domund "Sal de tu tierra", y ha impartido la bendición. 


Con este pregón, se cierra la primera etapa del Domund, una serie de actos que se han celebrado en Cataluña. La semana que viene comienza la recta final de esta campaña, que culminará con la celebración el domingo 23 de la Jornada Mundial de las Misiones, día en el que se recuerda, se reza y se homenajea a los misioneros, y se ayuda económicamente a los 1.111 Territorios de Misión (un tercio de los territorios de la Iglesia católica).
 


 
Excelentísimo Sr. Arzobispo Juan José Omella, monseñores, autoridades, amigas y amigos:

Buenas tardes. No puedo empezar este pregón sin compartir los sentimientos que, en este preciso momento, me tienen el corazón en un puño. Estoy en la Sagrada Familia, donde, como decía el poeta Joan Maragall, se fragua un mundo nuevo, el mundo de la paz.

Y estoy aquí porque he recibido el inmerecido honor de ser la pregonera de un grandioso acto de amor que, en nombre de Dios, nos permite creer en el ser humano. Si me disculpan la sinceridad, pocas veces me he sentido tan apelada por la responsabilidad y, al mismo tiempo, tan emocionada por la confianza.

No soy creyente, aunque algún buen amigo me dice que soy la no creyente más creyente que conoce. Pero tengo que ser sincera, porque, aunque me conmueve la espiritualidad que percibo en un lugar santo como este y admiro profundamente la elevada trascendencia que late el corazón de los creyentes, Dios me resulta un concepto huidizo y esquivo.

Sin embargo, esta dificultad para entender la divinidad no me impide ver a Dios en cada acto solidario, en cada gesto de entrega y estima al prójimo que realizan tantos creyentes, precisamente porque creen. ¡Qué idea luminosa, qué ideal tan elevado sacude la vida de miles de personas que un día deciden salir de su casa, cruzar fronteras y horizontes, y aterrizar en los lugares más abandonados del mundo, en aquellos agujeros negros del planeta que no salen ni en los mapas!

¡Qué revuelta interior tienen que vivir, qué grandeza de alma deben de tener, mujeres y hombres de fe, qué amor a Dios que los lleva a entregar la vida al servicio de la humanidad! No imagino ninguna revolución más pacífica ni ningún hito más grandioso.

Vivimos tiempos convulsos, que nos han dejado dañados en las creencias, huérfanos de ideologías y perdidos en laberintos de dudas y miedos. Somos una humanidad frágil y asustada que camina en la niebla, casi siempre sin brújula. En este momento de desconcierto, amenazados por ideologías totalitarias y afanes desaforados de consumo y por el vaciado de valores, el comportamiento de estos creyentes, que entienden a Dios como una inspiración de amor y de entrega, es un faro de luz, ciertamente, en la tiniebla.

Hablo de ellos, de los misioneros, y esta palabra tan antigua como la propia fe cristiana -no en vano los cristianos empezaron a salir de su tierra, para ir a la tierra de todos, desde los principios de los tiempos-, esta palabra, decía, ha sido ensuciada muchas veces, arrastrada por el fango del desprecio.

Es cierto que los misioneros tienen un doble deseo, una doble misión: son portadores de la palabra cristiana y, a la vez, servidores de las necesidades humanas. Es decir, ayudan y evangelizan, y pongo el acento en este último verbo, porque es el que ha sufrido los ataques más furibundos, sobre todo por parte de las ideologías que se sienten incómodas con la solidaridad, cuando se hace en nombre de Cristo. De esta incomodidad atávica, nace el desprecio de muchos.

Es evidente que las críticas históricas a determinadas prácticas en nombre de la evangelización son pertinentes y necesarias. Estoy convencida, leyendo el Nuevo Testamento, de que el mismo Jesús las rechazaría. Pero no estamos en la Edad Media, ni hace siglos, cuando, en nombre del Dios cristiano, se perpetraron acciones poco cristianas.

Desgraciadamente, el nombre de todos los dioses se usa en vano para hacer el mal, y este hecho tan humano tiene muy poco que ver con la idea trascendente de la divinidad. Pero, al mismo tiempo, hay que poner en valor la entrega de miles y miles de cristianos que, a lo largo de los siglos, han hecho un trabajo de evangelización, convencidos de que difundir los valores fraternales, la humildad, la entrega, la paz, el diálogo, difundir, pues, los valores del mensaje de Jesús, era bueno para la humanidad.

Si es pertinente hacer proselitismo político, cuando quien lo hace cree que defiende una ideología que mejorará el mundo, ¿por qué no ha de ser pertinente llevar la palabra de un Dios luminoso y bondadoso, que también aspira a mejorar el mundo? ¿Por qué, me pregunto -y es una pregunta retórica-, hacer propaganda ideológica es correcto, y evangelizar no lo es?

Es decir, ¿por qué ir a ayudar al prójimo es correcto cuando se hace en nombre de un ideal terrenal, y no lo es cuando se hace en nombre de un ideal espiritual? Y me permito la osadía de responder: porque los que lo rechazan lo hacen también por motivos ideológicos y no por posiciones éticas.

Quiero decir, pues, desde mi condición de no creyente: la misión de evangelizar es, también, una misión de servicio al ser humano, sea cual sea su condición, identidad, cultura, idioma..., porque los valores cristianos son valores universales que entroncan directamente con los derechos humanos.

Por supuesto, me refiero a la palabra de Dios como fuente de bondad y de paz, y no al uso de Dios como idea de poder y de imposición. Pero, con esta salvedad pertinente, el mensaje cristiano, especialmente en un tiempo de falta de valores sólidos y trascendentes, es una poderosa herramienta, transgresora y revolucionaria; la revolución del que no quiere matar a nadie, sino salvar a todos.

Permítanme que lo explicite una manera gráfica: si la humanidad se redujera a una isla con un centenar de personas, sin ningún libro, ni ninguna escuela, ni ningún conocimiento, pero se hubiera salvado el texto de los Diez Mandamientos, podríamos volver a levantar la civilización moderna.

Todo está allí: amarás al prójimo como a ti mismo, no robarás, no matarás, no hablarás en falso...; ¡la salida de la jungla, el ideal de la convivencia!

De hecho, si me disculpan la broma, solo sería necesario que los políticos aplicaran las leyes del catecismo para que no hubiera corrupción ni falsedad ni falta de escrúpulos.

El catecismo, sin duda, es el programa político más sólido y fiable que podamos imaginar.

Y de la idea menospreciada, criticada y tan a menudo rechazada de la evangelización, a otro concepto igualmente demonizado: el concepto de la caridad.

¿Cuántas personas de bien que se sienten implicadas en la idea progresista de la solidaridad, y alaban las bondades indiscutibles que la motivan, no soportan, en cambio, el concepto de la caridad cristiana?

Y uso el término con todas sus letras: caridad cristiana, consciente de cómo molesta esa motivación en determinados ambientes ideológicos.

Sin embargo, esta idea, que personalmente encuentro luminosa, pero que otros consideran paternalista e incluso prepotente, ha sido el sentimiento que ha motivado a millones de cristianos, a lo largo de los siglos, a servir a los demás. Y cuando hablamos de los demás, hablamos de servir a los desarraigados, a los olvidados, a los perdidos, a los marginados, a los enfermos, a los invisibles.

¡Quiénes somos nosotros, gente acomodada en nuestra feliz ética laica, para poner en cuestión la moral religiosa, que tanto bien ha hecho a la humanidad! La caridad cristiana ha sido el sentimiento pionero que ha sacudido la conciencia de muchos creyentes, decididos a entregar la vida propia para mejorar la vida de todos.

Y no me refiero solo a los misioneros actuales, a los más de quinientos catalanes, o a los casi trece mil de todo el Estado, repartidos por todo el mundo, allí donde hay necesidad más extrema, sino también a aquellos lejanos cristianos que, por amor a su fe, protagonizaron gestas heroicas.

¿Qué podemos decir, por ejemplo, de los mercedarios que se intercambiaban por personas que estaban presas en tierras musulmanas, como acto sublime de sacrificio propio, en favor de los demás?

El mismo ideal espiritual que motivaba a san Serapión a ir hasta el Magreb, entrar en la prisión de un sultán y liberar a un desconocido, convencido de que aquel acto de amor era un tributo a Dios, es el que motivó a Isabel Solà Matas, una joven enfermera catalana, perteneciente a la Congregación de Jesús-María, a estar dieciocho años en Guinea y ocho en Haití, hasta que fue asesinada. Durante todos estos años de entrega, dejó su estela de bondad y servicio, y, gracias a ella, por ejemplo, existe ahora el Proyecto Haití, un centro de atención y rehabilitación de mutilados que fabrica prótesis para los haitianos que no tienen recursos. La conocían como «la monja de los pies», porque, gracias a ella, muchos haitianos pobres habían tenido una segunda oportunidad. Casi ochocientos años separaban a san Serapión de Isabel Solà, y, en ocho siglos, el mismo alto ideal de servicio y entrega los motivaba, empujados por la creencia en un Dios de amor.

Y como Isabel, tantos otros misioneros, monjas, curas y seglares, muertos en cualquier rincón del mundo, asesinados, abatidos por virus terribles, caídos en las guerras de la oscuridad.

Cómo no recordar al hermano Manuel García Viejo, miembro de la Orden de San Juan de Dios, que, después de 52 años dedicados a la medicina en África, se infectó del ébola en Sierra Leona y murió.

O a su compañero de Orden Miguel Pajares, que desde los doce años dedicaba su vida a los más pobres y que regentaba un hospital en una de las zonas de Liberia más castigadas por el virus. Todos ellos, caídos en el servicio a la humanidad, motivados por su fe religiosa y por la bondad de su alma.

Isabel, Manuel, Miguel son la metáfora de lo que significa el ideal del misionero: el de amar sin condiciones, ni concesiones.

Si Dios es el responsable de tal entrega completa, de tal sentimiento poderoso que atraviesa montañas, identidades, idiomas, culturas, religiones y fronteras, para aterrizar en el corazón mismo del ser humano, si Dios motiva tal viaje extraordinario, cómo no querer que esté cerca de nosotros, incluso cerca de aquellos que no conocemos el idioma para hablarle.

Decía Isabel Solà en 2011, en un vídeo-blog para pedir ayuda para su centro de prótesis: «Os preguntaréis cómo puedo seguir viviendo en Haití, entre tanta pobreza y miseria, entre terremotos, huracanes, inundaciones y cólera. Lo único que podría decir es que Haití es ahora el único lugar donde puedo estar y curar mi corazón. Haití es mi casa, mi familia, mi trabajo, mi sufrimiento y mi alegría, y mi lugar de encuentro con Dios».

No encuentro palabras más intensas para describir la fuerza grandiosa del amor. He dicho al inicio de este pregón que no soy creyente en Dios, y esta afirmación es tan sincera como, seguramente, triste. ¡Estamos tan solos ante la muerte los que no tenemos a Dios por compañía! Pero soy una creyente ferviente de todos estos hombres y mujeres que, gracias a Dios, nos dan intensas lecciones de vida, apóstoles infatigables de la creencia en la humanidad.

El papa Francisco ha pedido, en su Mensaje para este DOMUND, que los cristianos «salgan» de su tierra y lleven su mensaje de entrega, pero no porque los obliga una guerra o el hambre o la pobreza o la desdicha, como tantas víctimas hay en el mundo, sino porque los motiva el sentido de servicio y la fe trascendente.

Es un viaje hacia el centro de la humanidad. Esta llamada nos interpela a todos: a los creyentes, a los agnósticos, a los ateos, a los que sienten y a los que dudan, a los que creen y a los que niegan, o no saben, o querrían y no pueden.

Las misiones católicas son una ingente fuerza de vida, un inmenso ejército de soldados de la paz, que nos dan esperanza a la humanidad, cada vez que parece perdida.
Solo puedo decir: gracias por la entrega, gracias por la ayuda, gracias por el servicio; gracias, mil gracias, por creer en un Dios de luz, que nos ilumina a todos. 

Pilar Rahola