Luis Argüello habló de libertad e igualdad, y recordó que el elemento más importante de la triada de la Revolución Francesa, la fraternidad, es el más ausente, y el que más urge reivindicar.
“La fraternidad pide de nosotros que creemos asociaciones para defender los deberes humanos. El deber pide un protagonismo social”, afirmó.
Respecto de la propia Iglesia Católica, el obispo de Valladolid manifestó su convicción de que está viviendo en España “una gran transformación que la llevará a convertirse en una minoría cultural” si bien precisó que el término minoría no debe entenderse de forma cuantitativa.
“Es necesario que tengamos una presencia confesante en la sociedad, que no es lo mismo que una presencia confesional. Por eso animo a los creyentes a que saquen a Dios del armario, pero sin pretensión de poder”.
Bajo el título “Libertad, igualdad y fraternidad”, evocador de los tres elementos del célebre grito revolucionario, Argüello inició su intervención apuntando que la crisis económica que padecemos “tiene que ver con la idolatría del dinero; porque el dinero tiene una gran capacidad de seducción”.
Pero quiso aportar un punto de vista esperanzador al asegurar que la crisis “que es dura, y que produce montañas de sufrimiento, también es la apertura de un tiempo nuevo”, que ejemplificó, en el terreno económico, en la aparición de nuevas formas de consumo y de consumidores. “Una situación nueva que permite volver a pensar en ideas como la de bien común, que es algo distinto del interés general”.
Pero no fue la crisis económica, sino la antropológica, la que centró las reflexiones del obispo auxiliar de Valladolid. “Estamos ante una crisis antropológica, de concepción de lo humano. Para empezar, vivimos un invierno demográfico, que necesitamos interpretar bien para afrontar la crisis y poderla superar”.
En este sentido sugirió, como evidencia de que esa reflexión está todavía pendiente, que de ella sólo nos llega como eco el problema del envejecimiento. Pero este invierno demográfico tiene otras dimensiones, como la de que vivimos inmersos en una cultura “casi estéril”, empeñada en negar la diferencia sexual.
“Una condición sine qua non para cualquier proyecto humano es que haya personas, población, hijos…“ A este respecto recordó las declaraciones de una reputada feminista, quien recientemente, durante la presentación de su último libro, aseguró que la liberación de la mujer sólo será completa y culminará cuando se vea liberada de la responsabilidad de traer hijos al mundo.
Frente a todo esto surge como recambio el “trans humanismo”, pero “los implantes de chips en el cuerpo humano, que no dudo que abren posibilidades estupendas, llegan acompañados también de densos nubarrones y preocupaciones hondas”.
“Decir crisis de valores ya significa poco. Llevamos 30 años de educación en valores y hemos descubierto que los valores se han convertido en armas ideológicas, pero que difícilmente generan personas virtuosas. No es una crisis de valores; es una crisis moral”, explicó.
Y aún esta expresión necesita ser clarificada porque “con crisis moral no nos referimos a una crisis de los comportamientos morales, pues esa ha existido siempre, pues siempre ha habido corrupción, por centrarnos en una de sus manifestaciones. La crisis es de la propia concepción de la moral, de su propia fundamentación y de su capacidad de apertura a una cierta verdad”.
Esa ausencia lleva a decidir cuestiones morales mediante consensos a partir de votaciones “en las que una opinión pública previamente trabajada es capaz de aceptar como razonables planteamientos con escaso fundamento”.
Pero no hay que olvidar nunca, recordó el obispo de Valladolid, que “ningún Gobierno puede producir ciudadanos morales; son los ciudadanos morales, inspirados en religiones y creencias, los que favorecen la democracia y la moralidad pública”.
Esa crisis antropológica se caracteriza también por la crisis de las ideas de bien y de verdad. “La pérdida de la noción del bien, y la pérdida de interés por buscar la verdad están entre las raíces de los problemas que explican la visión moral de nuestro tiempo”.
Y, sin embargo, “sin verdad, sin una pretensión de verdad, lo que queda es poder. Poder de la autonomía de cada uno. Poder de los poderosos. Poder de los medios de comunicación y opinión”.
En su análisis de la tríada revolucionaria, Argüello inició sus reflexiones hablando de la libertad. En su aspecto más positivo, el grito a favor de la libertad es “una afirmación de la dignidad de cada uno, al margen de su condición”.
Pero, poco a poco, esta visión va cambiando hasta llegar a que la libertad se traduce en una afirmación de autonomía radical. “El sujeto es concebido, cada vez más, como individuo y se olvida la dimensión relacional inherente a la palabra persona”.
De este modo la libertad termina viéndose como independencia, y como desvinculación de los otros. “Por esta vía los demás nos llegan a estorbar. Esa frase tan célebre de que mi libertad termina donde comienza la tuya encierra trampa: al final tú me molestas y termino por verte como un competidor o como una amenaza”.
“Si la pasión por la libertad y la igualdad no se desarrollan en un ámbito de busca del bien común, al final el otro me estorba. Pero al mismo tiempo le necesitamos. He aquí la paradoja de lo humano: todos somos individualistas, pero nos gusta tener amigos que nos quieran y personas a las que poder querer”.
Sin embargo, no conviene perder de vista que en este mundo de los afectos fácilmente emergen el odio y el miedo. “Apartamos radicalmente lo que no nos gusta y levantamos barreras y murmuraciones ante lo que no podemos controlar”. Lo que lleva a Argüello a proclamar que “la mentira, el odio y el miedo son hoy los territorios en los que se libra el combate espiritual”.
Frente a todo ello, el obispo resaltó que hace falta reivindicar el tercer principio revolucionario, y el menos desarrollado hasta ahora: la fraternidad. “La fraternidad supone decir que somos hermanos y, por tanto, hijos que hemos recibido un don. Formamos parte de un vínculo que nos precede y nos expresa”.
Una fraternidad que Argüello presenta estrechamente ligada a la idea de Dios, porque “creer en Dios hace bien y ayuda a hacer bien”.
Frente a la polaridad dominante que enfrenta la igualdad y la diversidad, “y que no explica lo humano, ni las relaciones humanas, ni la historia”, el obispo auxiliar de Valladolid defiende que somos “idénticos y diferentes, porque las diferencias sólo son fecundas cuando se reconoce una identidad común”.
A este respecto, y preguntado por las Leyes de Homosexualidad y Transexualidad aprobadas por la Asamblea de Madrid, y que consagran la ideología de género, Argüello reivindicó que “la diferencia sexual no es sólo cultural o de género sino una diferencia que tiene un significado”.
A su juicio, “para educar hace falta tener una conciencia antropológica y una concepción del hombre. Una propuesta educativa planteada desde la anulación de la diferencia sexual contiene un defecto de partida.
El problema de afirmar esto es que se confunda con un rechazo de un determinado tipo de comportamientos o de personas, cuando no es así. Lo que está en juego es lo siguiente: si lo que la propuesta educativa plantea es que la sexualidad no es un datum, algo dado y recibido, sino un factum, algo que se construye, esto nos lleva a que cada hombre sea su propio experimento, como por otra parte ya planteó Nietzsche. Este es un asunto muy grave que necesita una reflexión y un diálogo sereno, sin que a quienes defendemos esta postura se nos eche en cara, nada más empezar a hablar, la acusación de homófobos. Y siempre teniendo en cuenta que hay situaciones personales singulares que deben ser contempladas”, explicó el obispo.
En contra de la creencia extendida, Argüello proclamó que la libertad “no es el centro de nuestro ser; el centro es el amor”. Ahora bien “para poder responder a esa llamada somos libres, porque el amor tiene que ser libre, y ahí es donde se cuela la responsabilidad”.
Por eso, “cuando la libertad se desnorta, y se desvincula del otro, surgen nuevos y más sutiles totalitarismos”.
Es por ello que hay que volver a la fraternidad. “La fraternidad nos pide en este momento que surjan asociaciones en defensa de los deberes humanos. El deber pide un protagonismo social”.
De ahí que hay que plantearse, en línea con lo sugerido por el Papa Francisco, una transformación del Estado de Bienestar que camine hacia una “sociedad de los cuidados”.
“El Estado de Bienestar está en crisis porque no sabemos cómo mantenerlo económicamente. O se transforma, o es insostenible. Y esto en parte es consecuencia de la crisis demográfica”. Pero más allá de lo económico, y de las indudables ventajas y mejoras que ha introducido en la calidad de vida de las sociedades europeas, el Estado de Bienestar se ve inmerso en otros problemas.
Uno de ellos es antropológico. “La sociedad del bienestar afirma al individuo y desatiende la importancia de la familia. Pero, sobre todo, estimula en las personas el deseo de inmunidad, de ser inmunes al sufrimiento del otro, al contagio de la vida y de la fraternidad, que pasa a ser algo que le corresponde al Estado. Frente a esto hay que reivindicar la communitas, la comunidad de personas que se saben parte de un encargo compartido. La crisis del Estado del Bienestar pide su transformación. Quizás en una ‘sociedad de los cuidados’ que debería propiciar un desarrollo humano integral, no sólo material o materialista”.
Una propuesta en la que finalmente aparece la necesidad de Dios “porque el corazón humano está herido”. “Por más policías que contratemos no acabaremos con la corrupción. Por más pulseras que pongamos no acabaremos con la violencia doméstica. El corazón humano está herido. Y necesitamos silencio para adentrarnos en nuestro combate espiritual interior”.