Eran monjas todoterreno. Durante 41 años las clarisas de la Universidad Laboral de Gijón (Asturias, España) se encargaron del cuidado de los alumnos internos en este centro provenientes de familias sin recursos, consagrándose a las tareas de lavandería, ropería y cocina. Después de rezar y desde muy temprano, ya estaban en marcha. 

Las clarisas vivieron muchas experiencias en su etapa en Gijón desde 1955 hasta 1996, cuando se trasladaron hasta Cigales, en Valladolid, debido a la escasez de alumnos internos.

Una de las monjas, Sor María Esther, cuenta a Adrián Ausín para El Comercio de Gijón algunas vivencias de su etapa en La Laboral y las aventuras del resto de las hermanas.


A las seis, en pie. Tras el aseo, el rezo en el coro, cantado y hablado, durante hora y media. A las ocho, desayuno. Y media hora después, a la tarea. Unas monjas, a la cocina (donde un retén ya se había adelantado a primera hora para ir preparando los desayunos); otras a la lavandería y otras a la ropería. Así arrancaron todos los días, de lunes a domingo, en el monasterio de las clarisas de la Universidad Laboral desde 1955 hasta 1996, año en que abandonaron Gijón, ante la merma progresiva del número de internos, rumbo a Cigales (Valladolid) en su mayor parte.


El convento de las clarisas de la Universidad Laboral de Gijón.

Ellas fueron, durante 41 años, el sostén diario de aquel gigante levantado bajo la dirección de Luis Moya para acoger internos a huérfanos de la minería (y también de la pesca y la agricultura), junto a otros becados de familias sin posibles, a quienes se formaba en disciplinas que fueron la antesala de la Formación Profesional.

Llegó a haber un millar. Y siempre recibieron puntuales sus cinco comidas diarias, así como la ropa lavada, planchada, remendada, si era el caso, y clasificada. Un ejército silencioso se encargaba de ello. Hasta 80 monjas de clausura, en su momento más intenso, con un régimen «casi cuartelario».


Sor María Esther, gijonesa y actualmente interna en Villaviciosa, recuerda que aquella experiencia «fue fuerte». Pero añade: «La energía joven nos capacitaba». En una comunidad de tal volumen y con una tarea de tal calibre, precisa, «se requería una disciplina muy rígida para llevar a la vida diaria la organización del trabajo y de la vivencia de la regla». Y a tenor de sus intensos recuerdos y los de la mayoría de las 124 religiosas que pasaron por la Laboral (muchas ya fallecidas) lo lograron con creces. «En aquel trajín la experiencia espiritual también fue profundísima y muy enriquecedora», rememora. Pues el silencio, norma fundamental de toda clausura, era la nota dominante también en el convento gijonés, pese a que por encima del mismo sobresalieran los sonidos de los útiles en la cocina o de la maquinaria en la lavandería.


Las clarisas de la Laboral, en la sala de planchado.

Ese silencio fue lo primero que cautivó a sor María Esther, entonces Mercedes Martínez, cuando en 1974 acudió al convento a visitar a aquella amiga que había ingresado en las clarisas. Tenía 20 años y un novio que estudiaba Arquitectura. Era «una agnóstica convencidísima». «Yo sabía que Dios existía por mi educación cristiana, pero él estaba en su bolita y yo en la mía y entre ambas no había conexión posible», rememora. Impresionada por «el ambiente de paz que allí se respiraba», regresó el 29 de junio a la toma de hábito de sor Gema y no paró de llorar. La abadesa, sor María Dolores, intuyendo una nueva vocación, le regaló el libro de una beata, Isabel de la Santísima Trinidad, y cuando acabó de leerlo de un tirón «era otra». El 10 de agosto de 1974, víspera de Santa Clara, Mercedes ingresaba en la Laboral para cumplir su primer año de postulante, al que siguieron dos de novicia, tres de profesa de votos temporales y el sexto de la profesión solemne.

A ella le tocó la ropería. Los sábados, los internos dejaban la ropa sucia y esto iniciaba un mastodóntico proceso. Primero clasificarla para optimizar el lavado. En la lavandería se sustanciaba la tarea más dura del convento pues manipular ingentes cantidades de ropa mojada, en especial las mantas, requería un importante esfuerzo físico, hasta tal punto de llegar a ser conocido como «el matamonjas». Allí lavaban la ropa de un millar de alumnos de la Laboral (cuando ingresó sor María Esther eran ya 800) y de otros 500 del Intra (Instituto de Educación Secundaria Laboral).


1960: celebración de las fiestas patronales con una actuación de casi la mitad de los cerca de mil alunmnos que llegó a tener simultáneamente la Universidad Laboral de Gijón.


Una vez lavadas ropa y sábanas, tocaba el turno de planchar, remendar y distribuir en taquillas. Cada prenda tenía el número de su propietario, de modo que en su casillero se iban apilando las prendas correspondientes, más un juego de sábanas, común al inicio y personalizado cuando debieron empezar a llevarlas ellos mismos. Al final del proceso, el contenido de cada taquilla se metía en una bolsa con la numeración del alumno y en unos carros de zinc se llevaban hasta la antesala de las habitaciones, donde los propios alumnos se encargarían de su distribución.

Sor María Esther se encargaba de planchar, zurzir y clasificar, unas tareas no exentas de pequeños incidentes. «Había chicos que no marcaban su ropa o bien se les había despegado la identificación. Entonces teníamos un despacho para resolver las reclamaciones y allí iban cuando les faltaba algo». También rememora cuando empezaron a recibir pantalones vaqueros rotos. «Nosotras no hacíamos más que coser hasta que vinieron a avisarnos: 'Que no hermana, que se llevan así'».


La labor de la ropería, a decir de sor María Esther, era más liviana que la de la lavandería, «la más dura», y la de la cocina, motivo por el cual cuando terminaban la tarea en este departamento acudían a los otros a prestar su ayuda siempre hasta cumplir su 'horario laboral' de mañana (de 8.30 a 1) y tarde (de 7 a 9.30). Siete horas intensas complementadas con otras cuatro horas y media de rezos, los almuerzos y dos pequeños recreos diarios.


En la cocina, desde la apertura del convento, gobernó sor María Jesús, una hermana de origen vasco que había tenido experiencia en la prestigiosa Casa Nicolasa, en Bilbao, y en los fogones del convento de Zamora, de donde partieron para Gijón las primeras 23 clarisas el 29 de septiembre de 1955 con la abadesa, María Dolores del Salvador, al frente.

Aquella inmensa cocina que hoy se visita en la Laboral usó en sus inicios una vajilla de cerámica blanca con el escudo del centro y unas legumbreras de alpaca bañada en plata «muy antipáticas de fregar». De allí salían el desayuno (con un bocadillo incluido para el recreo), la comida, la merienda y la cena de un millar de alumnos, casi medio centenar de jesuitas, quienes asumían las tareas de enseñanza, y las propias monjas.


La dirección de la Universidad Laboral fue asignada a la Compañía de Jesús.

Gracias a la experiencia previa, sor María Jesús tenía un sexto sentido para calcular las cantidades y realizar los encargos para la semana. A la Laboral, llegaban ingentes cantidades de proveedores que no dejaban de fascinarse del silencio sepulcral que reinaba intramuros. El carnicero, al principio, llevaba por ejemplo dos vacas enteras y él mismo fue quien inició a las hermanas en las tareas de despiece, que acabaron por asumir ellas mismas para luego distribuirlas en grandes neveras. Recuerda sor María Esther cuando había que limpiarlas periódicamente y tomaban antes un poco de coñac, con gesto contrariado, para sobrellevar el frío del interior.

Cuando la comida estaba lista, se pasaba de las marmitas a las legumbreras y éstas se hacían llegar al comedor de alumnos a través de una doble hoja de madera abatible, donde alguno de los internos ejercía, por rotación, de camarero. «Muchos habían venido de las aldeas sin ningún conocimiento de cómo comportarse en la mesa y los jesuitas les aleccionaban desde el centro del comedor: «¡El tenedor se coge con la izquierda; el cuchillo con la derecha!»... Según recuerda sor María Esther, «se comía muy bien y siempre sobraba comida». Los alumnos, en sus cartas a sus familiares, daban fe de ello. Alababan mucho la comida, las chuletas del menú y para las clarisas esto era una fuente de honda satisfacción.


Tras una jornada de clase y trabajo, los alumnos llegaban con hambre al comedor: siempre quedaron satisfechos.


Sin embargo, tanto trajín por fuerza debía tener algún pequeño incidente en la cocina. El mayor, el más recordado, fue el protagonizado por sor Icíar. Al parecer, una marmita no había quedado bien cerrada y cuando ella fue a quitar el vapor, se abrió de repente y le saltaron las lentejas a los brazos y las piernas, donde le quedaron incrustadas. La descubrió tirada en el suelo su propia hermana, sor Begoña, y fue traslada en camilla a la Cruz Roja. «Cuando pasaba por delante de la imagen de la Virgen, ella, que era vasca, dijo: 'Amachitu, ¡mira cómo estoy!». A sor Icíar debieron extraerle las lentejas de brazos y piernas una por una y realizarle después numerosos injertos de piel. Al final, se recuperó y volvió a la actividad rutinaria rebautizada en la Laboral, cariñosamente, como «sor Lentejas».


Alumnos de la Laboral realizando talleres


En los veranos, con la marcha de los alumnos, una buena parte de las monjas se iba para Cigales a ayudar en las tareas del convento vallisoletano, levantado con los fondos obtenidos por su tarea en la Laboral: 50.000 pesetas al año por cada cien alumnos atendidos, según el convenio firmado en 1957 con el Ministerio de Trabajo, revisable cada tres años. Cuando el monasterio de Zamora aceptó hacerse cargo de la intendencia de la Laboral en 1955, la abadesa, María Dolores del Salvador, inició el segundo período de su vida tras levantar el nuevo convento zamorano. Empezaron sin clausura un 29 de septiembre con 23 hermanas, pues el convento no estaba construido. Sería un 'añadido' de Moya.

En 1961 se estableció la clausura y Gijón se desgajó de Zamora. La madre María Dolores inició entonces su tercera gran obra: construir el monasterio de Cigales, pues el de Gijón era una propiedad estatal y siempre tuvieron presente que no sería definitivo. En 1976 se inauguró Cigales y Gijón pasó a depender de Valladolid.


Actuales clarisas del convento de Cigales, Valladolid

Cuando a María Dolores le fallaron las fuerzas la relevaría sor Inmaculada, una leonesa muy humilde que causó un hondo pesar al fallecer repentinamente tras casi seis años al frente del monasterio. Para entonces, los internos habían bajado a cifras muy prudentes que decicieron a las monjas a plantear formalmente su marcha en 1995. El patronato de la Laboral les pidió un año de prórroga y accedieron.

El 21 de diciembre de 1996, las últimas clarisas eran homenajeadas cariñosamente en la iglesia y el teatro. Se iban, 41 años después, como las auténticas madres de la Laboral.