Müller ha admitido que muchos sacerdotes en ocasiones viven una crisis psicoafectiva. "Nos sentimos como a la deriva y sin el consuelo de la belleza de la comunión. Lo peor de todo: nos sentimos solos. Son crisis que se pueden originar en una enfermedad inesperada, en la muerte de un ser muy querido, en la incomprensión de nuestro superior o de nuestros hermanos del presbiterio o quizás en un problema pastoral mal resuelto. Cuando superamos el primer aturdimiento e intentamos gestionar tal situación, vemos aflorar en nosotros aquellas fragilidades, miserias y pecados que ignorábamos que existiesen y que luego nos avergüenzan incluso de recordarlas. Nosotros, los hombres de la compasión y de la misericordia, los que tratamos cotidianamente el Misterio… nos vemos reducidos a comportamientos absolutamente mundanos y autoreferenciales, como señala a menudo el Papa Francisco".
Pero el cardenal Müller quiere enmarcar cualquier crisis de los sacerdotes de hoy en el contexto en que nació la Iglesia.
"¿Cuál ha sido la peor crisis que ha lacerado al hombre? Sorprendentemente, es una que tocó de lleno el sacerdocio: me refiero a la crisis prepascual de los discípulos, la que afectó directamente a su misión y potestad apostólica. Nadie es inmune a los obstáculos, a las dificultades y a las fragilidades, a las caídas y a los errores, pero pienso que deberíamos reflexionar más a menudo en el abismo abrumador que vivieron los Once al ver al Señor crucificado".
El sacerdote de hoy, en teoría, sabe que Cristo ha resucitado, que ha vencido a la muerte.
"Tenemos una ventaja respecto a ellos, pues con la mirada fija en Él, al que le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, sabemos que Él da a sus ovejas la vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano (Juan 10, 28). Como ellos, también deberemos preguntarnos a menudo: ¿Somos verdaderamente conscientes de que Jesucristo nos guía y nos conduce?"
Otra crisis distinta es la que "ha explotado cronológicamente tras el Concilio Vaticano II en los años setenta y ochenta, sin que el Concilio fuera su causa. A pesar de documentos clave como Pastores dabo vobis de 1992, la crisis se ha prolongado con más o menos fuerza hasta el momento presente".
"Nos podemos preguntar: ¿por qué se llegó en el postconcilio a una crisis de identidad sacerdotal comparable históricamente solo a las consecuencias de la Reforma protestante del siglo XVI? ¿Por qué algunos, desde una eclesiología mal digerida del “pueblo de Dios”, propusieron de nuevo un ministerio funcional y desacralizado? ¿Por qué otros, nostálgicos de una eclesiología de la “sociedad perfecta” entendida parcialmente, reclamaron de nuevo un sacerdocio-mediación entre el cielo y la tierra, un “alter Christus” que transmite en exclusiva la Gracia?"
Para responder, el cardenal Müller acude a su predecesor en el cargo, el cardenal Ratzinger, luego Benedicto XVI.
"Joseph Ratzinger puso en evidencia, con gran perspicacia, que donde se menoscaba el fundamento dogmático del sacerdocio católico no solo se agota la fuente que permite una vida plena en la sequela Christi, sino que caen también las auténticas motivaciones para una comprensión razonable tanto de la renuncia al matrimonio por el reino de los cielos (cf. Mateo 19,12) y, por tanto, del celibato como signo escatológico del mundo que vendrá, como de la fraternidad vivida en el seno del presbiterio, signo de una nueva comunión vivida con la fuerza del Espíritu Santo en alegría. Si se obscurece la relación simbólica de la naturaleza del sacramento del Orden, el celibato sacerdotal se convierte en el resto de un pasado hostil a la corporeidad y se le combate por ser la supuesta gran causa de la escasez de sacerdotes".
Parte de la crisis es de origen extraeclesial: tiene que ver con las debilidades de nuestras sociedades consumistas: "La identidad cristiana se halla desorientada porque somos hijos de nuestro tiempo y esta sociedad se ha olvidado de Dios: nuestra gente es psicológica y afectivamente frágil, reacia al compromiso y a la responsabilidad, inmersa en una cultura hedonista y fragmentaria".
Pero otra parte de la crisis es de origen intraeclesial, y Ratzinger la remitía a errores de la teología protestante afectando a la católica.
"Joseph Ratzinger, en sus primeros escritos teológicos de los años cincuenta, denunció las primeras sacudidas que anunciaban el terremoto posterior y, con gran agudeza, detectó su causa. Me refiero a la peligrosa asunción acrítica de la exégesis protestante en lo referente al sacerdocio ministerial. Al respecto, añado a ello la grave incomprensión teológica de los postulados del Concilio de Trento: es cierto que este último delineó principalmente un sacerdocio teológicamente cultual, referido al sacrificio eucarístico, pero no se puede silenciar que su propuesta era también profundamente pastoral y misionera, tal y como reflejaron algunos grandes pastores como S. Carlos Borromeo o S. Francisco de Sales".
"Ahora sabemos que el Concilio Vaticano II, rectamente entendido, ha integrado de manera óptima las tres tareas propias del sacerdocio ministerial (el anuncio, la celebración y la guía), derivadas todas ellas del Sacramento del Orden", añade el cardenal Müller.
"El Concilio ha insertado felizmente las referencias cristológicas del sacerdocio católico en una eclesiología basada en el sacerdocio bautismal y en la común dignidad y misión de todo el pueblo de Dios. Lutero, después de estudiar la carta a los Hebreos, no solo había sostenido que el sacerdocio sacramental ponía en discusión la unicidad del sumo sacerdocio de Cristo, sino que marginaba el sacerdocio universal de todos los fieles afirmado en 1ª Pedro 2,5: recelando de todo ejercicio de la autoridad y cayendo en los anacronismos, concluyó que Jesús no había sido un sacerdote con funciones cultuales sino un “laico” y que, por tanto, había sido la Iglesia del s. III la que, de modo impropio, había transformado las originarias “funciones” eclesiales en un nuevo “sacerdocio cultual”. En cambio, debemos a Joseph Ratzinger un examen en profundidad de la crítica histórica de la teología protestante, poniendo de relieve los prejuicios filosóficos y teológicos que la fundaban. Este gran teólogo ha demostrado fehacientemente que las afirmaciones dogmáticas católicas sobre el sacerdocio, sobre todo las del Concilio de Florencia, las de Trento y las del Vaticano II, casaban perfectamente con las adquisiciones de la moderna exégesis bíblica y del análisis histórico-dogmático".
Después,Müller ha pedido a los sacerdotes que tengan clara su misión. "El sacerdote no es un organizador de acontecimientos para entretener a la gente en su tiempo libre o un psicopedagogo que debe proponer actividades que diviertan a los niños y a los jóvenes de la catequesis. Imitando al Buen Pastor en el cuidado de las almas, entra en el tejido de la vida de las personas y de las familias, en sus dramas y en sus dificultades concretas, en el trabajo, en sus relaciones…"
Sobre el Año de la Misericordia, ha invitado a vivirlo con intensidad. "Un cristianismo light no interesa a nadie. Este Jubileo invita a todos los fieles, pero especialmente a los sacerdotes, a redescubrirnos amados tiernamente por Dios desde la Eucaristía, a ser más responsables, maduros y exigentes con nosotros mismos, a convertirnos en profundidad y a acercarnos con mayor entusiasmo, cariño y frecuencia al sacramento de la Reconciliación, a vivir siempre y con todos una mayor compasión y caridad".
La ponencia finalizó, como suele hacer en todo su ciclo de conferencias por España, con un llamado a la esperanza fundamentada en la fe, la misma esperanza que protagoniza su libro Informe sobre la Esperanza.