Juan José Omella, arzobispo electo de Barcelona, fue el hombre más solicitado de la Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española (CEE) que concluyó este viernes.
La cercanía de su nombramiento así lo quiso. Además, tenía un papel importante en esta reunión episcopal –que se celebra dos veces al año–, pues fue el encargado de exponer el nuevo Plan Pastoral de la CEE para los próximos años.
Aún así, se saltó media hora de una de las sesiones para atender a LA RAZÓN. Mientras el periodista saca sus bártulos, él pide permiso para llamar a una feligresa de Calanda, donde fue párroco hace ya bastantes años. No se olvida. Y le siguen queriendo. Es quizá su cercanía, su sencillez, su afán de servicio... Un poco de esto pretende llevar a Barcelona. Su antigua feligresa le pide que tenga cuidado en la gran ciudad. Él bromea: «Si he estado en Calanda, puedo ir a cualquier sitio». Se despiden y cuelga.
–¿El nombramiento le pilló por sorpresa?
–Pues sí. No pensé en este nombramiento; ni lo pedí, ni lo busqué. Añado a esto que lo que yo siempre he querido ser es cura de pueblo. La primera sorpresa que me llevé fue cuando me llamaron para ser obispo auxiliar de Zaragoza. Ni lo había soñado, ni me sentía capacitado. Quería morir de cura de pueblo.
–De cura de pueblo a la gran ciudad. Vaya cambio...
–Siempre me acuerdo de Paco Martínez Soria, aragonés, con un hijo sacerdote en Poblet: «La ciudad no es para mí». Yo pensaba así. Pero bueno, una vez que llegas, uno se adapta y se establecen relaciones humanas con mucha gente de muchos sitios y en el entorno donde vives también. Lo he podido ver en Zaragoza y también en Logroño.
–¿Llega a Barcelona con algún programa?
–No tengo nada predeterminado. Quiero subirme al tren que está en marcha, un tren que lleva una vida de muchísimos años. Quiero subirme para ver a qué velocidad va, en qué estaciones para, qué gente sube. Mi actitud va a ser la de tener lo ojos muy abiertos para ver la realidad de la diócesis: conocer los proyectos, las inquietudes y los sufrimientos. También voy a abrir las manos para acogerles, abrazarlos a todos,a los de una parte y de otra. Y, sobre todo, abrir el corazón para amar a la gente. En esa actitud quiero acercarme a todos los barceloneses. A todos, sean de la raza que sean, tengan la formación que tengan o defiendan las ideas políticas que defiendan. Son las ovejas del Señor y así las quiero ver.
–Llega en un momento complicado a nivel político, en medio de un desafío soberanista. ¿Cómo afronta esto?
–No soy político, sino pastor. Mi deber es propiciar lugares de encuentro. Voy a tender la mano a todos para ayudar en la construcción del bien común.
–Hay sectores de la Iglesia en Cataluña que hubiesen preferido un obispo autóctono...
–Es natural que la gente prefiera a uno de su tierra. En Aragón dicen que les gustaría un obispo aragonés, en Andalucía que fuese andaluz... Pero una vez que se recibe al que envía el Santo Padre uno descubre que la clave no está en que sea de la misma región, hable la misma lengua o tenga el mismo color de la piel, sino que ame, que sea uno de ellos. El mejor idioma, el que todos entienden y quieren entender es el del amor. Entiendo la petición, pero no se juzga a uno por el idioma o el origen, sino por su capacidad para amar y pastorear. Por ahí sí me pueden apalear (sonríe) o aplaudir.
–¿Cuál es su propuesta en este sentido?
–Primero tengo que conocer las parroquias, los consejos y a los curas. Luego ya veremos qué animar, potenciar y corregir, porque sólo se ama lo que se conoce. A partir de aquí, mi propuesta es la de caminar juntos. El obispo no es más que el servidor del Pueblo de Dios, de la comunión. Es como un padre que sirve a toda la familia para que estén unidos. Es un servicio para todos de unir.
–Usted ha sido un obispo muy comprometido con las causas sociales. De hecho, ha sido el promotor del documento «Iglesia, servidora de los pobres». ¿Cómo ve la situación?
–Siempre me ha preocupado esta dimensión: estar cerca de los que sufren, tenderles la mano y ayudar a que otros vivan la solidaridad. Hoy vivimos en la dinámica del tener y hace falta un poco más de austeridad por nuestra parte para que otros tengan más. La parte buena de la crisis es que la gente ha respondido con una gran solidaridad. De hecho, se han triplicado las aportaciones a Cáritas y a otras instituciones. Eso significa que en el corazón de los españoles todavía hay una corriente de humanidad. Pero no podemos olvidar a quienes viven en crisis permanente como en el Tercer Mundo. Y me duele, y duele a mucha gente que se haya recortado la cooperación internacional.
–¿Hay detrás de la crisis económica otra de valores?
–La gran crisis es cultural. Ahí aparecen la pérdida de valores que se ve reflejada en el individualismo, la insolidaridad. Por ejemplo, se ha perdido el valor de la vida; tenemos una tasa de natalidad bajísima. Perdemos la esperanza y destruimos la sociedad. Tampoco prolifera el valor de la honradez y la corrupción es fruto de eso. Los valores éticos y morales tienen hoy una importancia capital y deben ser lo valores sobre los que se asienten nuestra sociedades. Las personas están por encima de las ideas. Por encima de todo, el ser humano. Las grandes crisis han venido al perder el valor ético y las leyes morales.
–Pronto habrá en nuestro país unas elecciones generales. ¿Qué opinión le merecen las propuestas de algunos partidos de izquierda sobre la Iglesia?
–Parto de la base de que todas las instituciones –políticas, sociales, religiosas...– no buscan otra cosa que el bien común. Entonces, me pregunto: ¿Por qué el bien común sólo lo pueden hacer desde una óptica? El ser humano tiene muchas dimensiones y por eso abogamos por la formación integral, no sólo en la conciencia política, económica o laboral. El ser humano también tiene una dimensión trascedente. En este sentido, deberíamos trabajar unidos y no entrar en el juego del «yo te quiero a ti, sé lo que te conviene y te lo impongo, pero tú no tienes nada que aportar». Los políticos deberían estar más abiertos a trabajar codo a codo con otras instituciones , también con las religiosas y viceversa.
La clase de religión, ¿un privilegio?
Una de las polémicas que plantean los programas de algunos partidos es suprimir la clase de Religión. Ante esto, el arzobispo de Barcelona sostiene que «la clase de Religión no es ningún privilegio y, además, cada año se somete a juicio de los padres. Así, va el que quiere; no hay mayor libertad que ésa. Yo me pregunto qué daño puede hacer la formación religiosa. Ninguno. La mayor parte de los países incluyen esta asignatura. No veo ningún daño para la democracia ni para la sociedad».