Monseñor José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián, ha concedido una entrevista iluminadora al portal InfoCatólica en dónde alerta sobre los impedimentos que dificultan una unidad de acción de los católicos en los movimientos cívicos.

El obispo Munilla señala el "afán de protagonismo",  la "existencia en ocasiones de particularismos miopes, faltos de altura de miras", "el respeto a los diversos carismas aprobados por la Iglesia Católica" y, por último, "la integración de algunos de los líderes en organizaciones «secretas» (o de naturaleza reservada)".

- Creo que estamos en un momento crucial; es decir, en un cruce de caminos. Ciertamente, la situación es crítica: crisis de fe, crisis institucional, crisis económica, crisis de confianza por la corrupción, crisis de la familia, crisis antropológica por la ideología de género, crisis del bipartidismo, crisis de liderazgo…

Si miramos las circunstancias actuales, sin la fe en la acción del «Señor de la Historia», es como para echarse a temblar… Sin embargo, a la luz de la fe descubrimos en ello una gran oportunidad para la llegada del Reino de Dios a nuestra sociedad. Y es que las crisis forman parte de una providencia para la purificación, para la conversión, para el testimonio y para el apostolado.

Por ello, es necesario que venzamos el miedo a la situación presente, acogiendo la llamada de Dios en el contexto actual, y que nos dispongamos a testificar la novedad de Cristo profetizada en la Escritura: «Mira, hago nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5).

- Sin lugar a dudas, el mayor obstáculo son nuestros pecados, es decir, nuestra falta de santidad. Si hacemos la comparativa con lo acontecido en la vida de los santos, podemos concluir que las cosas serían muy diferentes si entre nosotros existiesen hoy santos de la talla de Santo Tomás Moro, Santa Catalina de Siena, San Juan María Vianney, San Juan Bosco o Santa Juana de Arco...

Pero también me parece importante destacar otro obstáculo de notable incidencia: la falta de unidad entre los católicos. Jesús oró insistentemente al Padre por la unidad de los cristianos. Si los católicos viviésemos en comunión entre nosotros, en plena adhesión al mensaje de Cristo predicado por su Iglesia, nuestra efectividad apostólica sería muy superior a la actual.

El diablo es «el que divide»… ¡Es su quehacer favorito! Y a decir verdad, sabe hacerlo. Tenemos sobrada experiencia de que cada vez que surge una obra apostólica fecunda, Satanás siembra división para intentar frenarla.



1.- Uno de los factores principales suele ser el afán de protagonismo. Con frecuencia ocurre aquello de «Mucho gallo para poco gallinero»... Y haciendo un análisis más profundo de este fenómeno, no debiéramos de perder de vista la reflexión del Papa Francisco: «A veces solemos preferir ser generales de los ejércitos derrotados, a ser un simple soldado de un escuadrón que, aunque diezmado, sigue luchando».

2.- La existencia en ocasiones de particularismos miopes, faltos de altura de miras, es también otro factor importante. La acción social de los católicos en la vida pública requiere unirse en lo esencial, renunciando a cuestiones secundarias. Hay que distinguir claramente entre los principios de la Doctrina Social Católica –que deben ser patrimonio común a todos los católicos– y las ideologías y sensibilidades particulares.

3.- De forma complementaria a lo anterior, la unidad requiere el reconocimiento y el respeto a los diversos carismas aprobados por la Iglesia Católica. Compruebo que en este terreno hemos avanzado mucho, frente a las rencillas de otros momentos, gracias en gran medida a los encuentros entre los diversos carismas promovidos en el pontificado de San Juan Pablo II. Es importante consolidar este camino.

4.- Y también quiero señalar una dificultad añadida para la colaboración de los católicos que participan en iniciativas ciudadanas en la vida pública, cual es la integración de algunos de los líderes en organizaciones «secretas» (o de naturaleza reservada), lo cual está siendo en España motivo de desconfianza y de desmembración de muchos movimientos cívicos conformados mayoritariamente por católicos. Sin duda, se trata de un fenómeno muy minoritario, pero las dificultades que se originan por este motivo son muy importantes.

- Me estoy refiriendo a alguna asociación, cuya naturaleza «reservada» no tiene fácil justificación en nuestro contexto social. Por desgracia, en los últimos años, hemos sido testigos, una y otra vez, de cómo se han roto o se han debilitado muchas iniciativas cívicas, ante la sospecha de la participación de miembros de estas asociaciones. (El caso más notorio fue la disolución de la plataforma de familias objetoras contra la Educación para la Ciudadanía, hace ya más de seis años).

En la práctica, la confianza necesaria para colaborar en una iniciativa social queda minada ante las sospechas derivadas de la pertenencia de algunos compañeros de camino a una asociación de carácter reservado.

- El problema se solucionaría, ciertamente, si estos católicos en entredicho conformasen una asociación canónica, de forma que la Iglesia Católica pudiese llevar a cabo el debido discernimiento y acompañamiento. La trasparencia y la eclesialidad son indispensables. El momento histórico que vivimos requiere de una generosidad especial por parte de todos, y confío en que este paso llegue a darse, de forma que se pongan las bases para desbloquear conflictos y superar desconfianzas.

Obviamente, el problema no se soluciona con un mero cambio de una estructura asociativa (por muy importante que sea), sino que es necesario que después de las tensiones vividas, los interesados se abran a una nueva oportunidad. Me parece importante subrayar la necesidad de la humildad y de la misericordia, para superar los errores del pasado.


- La meta que perseguimos es tan sublime, que no debemos escatimar esfuerzos, ni los pastores ni los laicos. Con respecto a los primeros, dice el Concilio Vaticano II que es tarea de los pastores «que los laicos coordinen sus esfuerzos para sanear las estructuras y los ambientes del mundo que incitan al pecado» (LG 36c).

Con respecto a los laicos, el mismo Concilio Vaticano II afirma en su Decreto sobre el Apostolado de los Laicos, «Apostolican Actuositatem»: «Es preciso que los laicos acepten como obligación propia el instaurar el orden temporal y el actuar directamente y de forma concreta en dicho orden, dirigidos por la luz del Evangelio y la mente de la Iglesia y movidos por la caridad cristiana; el cooperar, como conciudadanos que son de los demás, con su específica pericia y propia responsabilidad, y el buscar en todas partes y en todo la justicia del Reino de Dios. Hay que instaurar el orden temporal de tal forma que, salvando íntegramente sus propias leyes, se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana y se mantenga adaptado a las variadas circunstancias de lugar, tiempo y nación» (AA 7).