Pedro Ruiz pasó de vivir en su coche y de no creer en nada ni esperar nada de nadie, a sentirse útil, feliz y querido, gracias a los voluntarios de una parroquia de Getafe, diócesis adyacente a Madrid.
Pedro Ruiz había pasado, tiempo atrás, muchos años en la Adoración Nocturna de Móstoles, pero ahora su vida se había desmantelado.
No tenía casa y dormía en un coche a escasos metros de la parroquia de San Pablo de Getafe Norte. Pasaba los días deambulando sin sentido por las calles. “Mi vida estaba en un punto tan desilusionado y fuera de toda perspectiva que no creía en nada ni esperaba nada de nadie”, reconoce Pedro.
Todo cambió cuando pasó por delante de la parroquia y leyó un cartel en el que se anunciaba que el Santísimo estaba expuesto. Su pasado de adorador nocturno volvió a su memoria y se decidió a entrar.
Pepe, un parroquiano, le salió al encuentro, se fijó en él. “Era tan poca cosa que la gente ni me miraba, ya no existía”, por eso le sorprendió que alguien le hablara, que le preguntara donde vivía, que se interesara por él.
Pepe “me citó para el día siguiente, me duché y me afeité en la parroquia, me dio algunos alimentos y me invitó a que pasara todos los miércoles a ducharme y asearme, y el sábado, a una comida de caridad que daba en la parroquia”, relata Pedro en Padre de Todos, la revista mensual de la diócesis de Getafe.
En la parroquia, la gente empezó a acercarse a él, le empezó a tratar de forma afectuosa, sin hacer ninguna pregunta. “¡Cómo hay una persona que se interese por mí!”.
Pedro empezó a hacerse preguntas: “¿Por qué estas gentes de la parroquia me trataban con tanto afecto si no me habían visto en su vida?, ¿qué veían en mí? ¡Si yo era insignificante! No era nada ni nadie. ¿Qué les hacía actuar de esa forma? ¿sería verdad que Dios existía, que a través de estas personas quería tenderme su mano? […] Yo no tenía nada que ofrecerles, luego no era el interés material lo que les movía. Tendría que ser algo más profundo y espiritual”, pensó.
Después recibió la ayuda de dos trabajadoras sociales y su vida se fue encauzando más.
Empezaron a invitar a Pedro a las reuniones de la parroquia, a las excursiones, a los encuentros, a la Escuela de Cristianismo. Encontrar a Pepe le cambió la vida, pero recibir afecto y ayuda no bastaba. “¿Por qué no hago yo algo así y dedico mi tiempo (que es lo que tengo) a ayudar a los demás?”, pensó Pedro.
La asistencia diaria a la Eucaristía y a la comunión empezó a transformarle por dentro. Cada vez lo veía más claro.
“La parroquia y sus gentes me han enganchado. Ellos dan sentido a mi vida. Esta ya no es un vagar por las calles y parques sin rumbo ni dirección. Ellos me dan alguna ocupación con la que me entretengo, ocupo mi tiempo libre y al mismo tiempo me siento útil”, relata Pedro.
Hoy Pedro Ruiz reconoce su transformación, se siente prueba palpable de la eficacia de la gente de la parroquia “por haberme guiado a reintegrarme a la sociedad, sacándome de las sombras de la desilusión, la desesperanza y el despego por la vida vacía que llevaba”.
Termina Pedro afirmando que “los excluidos sociales valoramos mucho más un gesto afectivo que una ayuda de alimentos, o dinero. Gracias amigos por ser los artífices de mi resurrección. Que Dios os bendiga y cuide de vuestras familias”.