Esta joven ha ingresado este mes de junio en el monasterio de las clarisas de Cantalapiedra. Tras una semana detrás de la reja y viviendo en comunidad con las hermanas ha contado en primera persona su experiencia tanto de su nueva vida como postulante como aquello que provocó que acabara dando el paso. Lo recoge la Delegación de Juventud de la Archidiócesis de Santiago de Compostela:
"Todos los días doy gracias a Dios"
Es un día especial, pues hace sólo una semana que entré en el Monasterio del Sagrado Corazón de las Hermanas Pobres de Santa Clara. El Señor hacía unos años que me ‘seguía la pista’, y ha querido ir moldeándome a su antojo hasta traerme a Casa. A lo largo de mi vida se ha valido de sufrimientos y penas, y especialmente de mi miseria y de mi poca cosa para hacer de este barro una vasija nueva que se llene a partir de ahora de perfume digno de ser derramado a sus pies.
Nunca había pensado en ser religiosa ni monja ni nada de eso, a pesar de haber compartido amistad y trabajo con muchas de ellas, y mucho menos había contemplado la opción de la clausura, ¡con lo inquieta que yo soy!... y abrazando la pobreza, ¡yo que no soy capaz de ahorrar ni un céntimo!, y otras tantas cosas más. En este tiempo el Señor ha puesto inquietudes en mi corazón inimaginables para mí, pero también muchos deseos, como el de amarle y conocerle cada día un poco más y mejor, el deseo de alabarle y adorarle por lo que ha hecho conmigo o el deseo de crecer imitando a María.
No ha sido fácil separarme del ‘mundo’. Estamos muy acostumbrados a muchas cosas que aquí ni se conocen. No echo de menos el móvil o el WhatsApp, como me decían el otro día. En realidad no echo de menos nada, pero eso no quiere decir que haya sido fácil. Quizás, lo más duro, ha sido despedirme de la familia con la que he convivido toda la vida; más aún ha sido complicado que no me hayan querido acompañar, que no me hayan sabido entender.
Al fin y al cabo no es una decisión que nadie tenga que entender, sino que aceptar por la felicidad de una persona. Mi decisión no ha sido fácil para ellos; la reja del monasterio es un poco inexplicable para todos. Puedo decir que desde este lado de las rejas, el mundo no deja de pasar, al contrario, vemos un mundo más necesitado de oración y de amor, sediento del agua viva que brota del Corazón abierto de Jesús. Y no sólo rezamos por los que piden oraciones sino también por los que no rezan o no saben rezar, por lo que todavía no han conocido a Jesús.
Yo he venido aquí a saciar mi sed, a descansar en Él. Hace unos meses, en un retiro de fin de semana en la diócesis, el director nos contaba algo que se quedó grabado en mi corazón y que hice profundamente mío. En el capítulo 8 de Génesis se habla del diluvio que asoló la tierra y de la misión de Noé. Cuando el diluvió cesó, Noé abrió una trampilla en lo alto del arca y dejó salir una paloma, con la intención de saber si todavía quedaba agua en la tierra. Si no volvía sería señal de que habría encontrado una ramita donde posarse.
Cuando el sacerdote que nos acompañaba contó esto, lo comparaba con la herida en el Corazón de Jesús, del que algún día habríamos salido con la idea de seguir nuestros deseos, nuestros apetitos,… pero en nada habríamos encontrado descanso. Igualmente le pasó a la samaritana que buscaba la felicidad en sus cinco maridos o en tantas cosas, pero en ninguna la encontraba, y Jesús le muestra el camino “[…] si conocieras el don de Dios” (Jn 4, 10). En esto me sentía muy identificada, cuando he tratado de buscar la felicidad y la comodidad en tantas cosas inútiles, hasta que el Señor me ha llamado para volver a casa, para descansar en su Corazón. Y aquí estoy… en su Corazón, muy adentro; derramando lo mejor y lo único que tengo, que es mi vida, y que es preciosa porque me la ha dado Él.
Todos los días doy gracias a Dios por traerme de vuelta a casa, por tantas veces que me he perdido, que he salido por la ventanita y no he sabido volver si no fuera porque el Pastor ha venido a buscarme, por esta vida tan bonita que me ha regalado; por mi familia, que aún con sus más y sus menos siempre han estado ahí, por mi otra familia, la de la Iglesia con la que me he sentido tan querida y tan acompañada estos últimos días; y doy gracias a Dios infinitamente por esta nueva Casa, por mis cincuenta y dos Hermanas y por el cariño con el que me han acogido.
¡Dios os bendiga a todos! Seguimos unidos en el Corazón de Jesús y de María.
“El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos contentos.” (Sal 125)