La Parroquia de Virgen del Mar, en el barrio de San Blas, en Madrid, es pequeña y pobre. El barrio nació hace décadas, con inmigrantes que veían de zonas costeras. Después llegó la droga, que mató a una generación de jóvenes. Muchos se marcharon. Otros envejecieron. Hasta la droga parece haberse muerto. Hace cinco años llegaron emigrantes sudamericanos y algunos del Este, pero la mayoría se han vuelto a su país este año con la crisis.
Virgen del Mar es un ejemplo de cómo incluso una parroquia envejecida y poco poblada suscita servicios y busca evangelizar. Aquí está, desde 2005, el Santuario de la Divina Misericordia, por decisión del cardenal Rouco, que lo trasladó desde un barrio mucho más pudiente. El Santuario tiene un cuadro con el Cristo del que salen dos rayos, rojo y pálido ("Jesús, confío en ti"), un icono de Santa Faustina Kowalska y una pequeña reliquia de la santa polaca. El Santuario no mueve masas, pero sí atrae un goteo de devotos cada día y celebra los martes su Hora de la Misericordia.
Repasamos los números parroquiales para entender como funciona una iglesia pequeña: sus tres misas dominicales atraen a un total de 200 feligreses. Unas 60 familias se implican en la catequesis, y 45 familias necesitadas pasan de forma regular por la despensa parroquial para recoger comida.
Porque incluso una parroquia envejecida y despoblada como esta genera voluntarios de Cáritas y servicios. "Nuestra Cáritas parroquial ha vivido una avalancha de peticiones en el último año", explica el padre Diego Martínez Linares. "Damos sobre todo alimentos y, en casos muy puntuales, donativos para pagar facturas. Pedimos que vengan a través de la asistencia social. Tenemos cuatro voluntarios de Cáritas estables en la despensa, y otros 3 les ayudan puntualmente".
En la colecta de cada mes para Cáritas parroquial apenas se recaudan 200 euros: con ellos se pagan recibos de alquiler de familias necesitadas, o de luz, o incluso gafas y audífonos...
El padre Diego cobra 900 euros, lo estándar en las diócesis de la región de Madrid. Con eso ha de mantener la casa parroquial, electricidad, comida... "Intento ahorrar algo por si hay una emergencia de salud", dice él. Pero la Hermana Sonia García, que como él pertenece a la Comunidad Misionera de San Francisco Javier no cree que ahorre mucho.
"Somos misioneros y nuestra comunidad opera tres hogares para niños abandonados en Perú y otros 2 en México. Siempre hay allí algún niño que se pone enfermo, o que necesita una operación, etc... y los que estamos en España tenemos que salir al frente", explica el párroco. Siempre hay que rascarse el bolsillo, porque aunque en América hay benefactores que aportan comida y ropa, escasea el dinero para todo lo demás.
Antes de la crisis, esta pequeña Comunidad misionera conseguía que entre ayuntamientos y ONGs civiles en España pudiesen recaudarse hasta 30.000 euros en un año para apoyar esos hogares infantiles. "Pero este año apenas hemos conseguido 6.000 euros por esa vía", explica Sonia.
"Cuando llegamos a esta parroquia hicimos alguna colecta para ayudar en los hogares de América, pero enseguida llegó aquí la crisis, este es un barrio muy humilde, y vimos que no podía ser", recuerda el sacerdote. Después llegaron los inmigrantes hispanos y de Europa Oriental, los mismos que ahora se han ido.
El padre Diego intenta ir a Perú o México dos veces al año, uno o dos meses, para apoyar allí las obras de la comunidad.
"En América un cura no tiene ni sueldo, vive de lo que entra en la parroquia. Hay poco control sobre sus gastos y pueden darse abusos económicos. Si es una parroquia rica puede conseguir bastante. En España el cura sabe que tiene ese ingreso fijo, básico para todos", explica.
Es ley de vida que los hijos vean envejecer a los padres, pero el padre Diego vive una prueba especialmente dolorosa en la actualidad. "Mi madre quedó viuda en Barcelona y me la traje a Madrid hace 15 años. Tenía su casa en Coslada. Ahora vive conmigo, para que la pueda cuidar, porque sufre una fase ya terminal de Alzheimer. Tiene llagas y está ciega. Es una enfermedad dura", señala.
Le ayudan tres hermanas de la Comunidad de San Francisco Javier. Ellas se mantienen con un sueldo que cobran por trabajar en la Conferencia Episcopal. Siempre queda un poquito para apoyar las obras en América. Colaboran en pastoral, en liturgia, en la catequesis de los niños... Las otras colectas ordinarias se destinan a los gastos parroquiales. En un buen mes con donativos por bautizos y funerales ("porque aquí no hay bodas") pueden recaudar otros 200 euros.
Y luego están los voluntarios de la parroquia. Como Mercedes, una de las nuevas voluntarias de Cáritas. Con dos hijos ya crecidos, de 19 y 17 años, puede aportar tiempo. Dos veces que acudió a una oración de la Divina Misericordia escuchó al padre Diego predicando con pasión la necesidad de ayudar a los necesitados y se sintió invitada y movida por Dios a comprometerse. (Como predicador, el padre Diego está muy por encima de la media en España).
Mercedes se convirtió, pues, en uno de esos 900 nuevos voluntarios que Cáritas ganó en Madrid en 2011, pasando de 6.200 a 7.100. Las otras voluntarias de Virgen del Mar son mucho mayores: pueden organizar la despensa pero el ropero requería más fuerza física.
La señora Benedicta, por ejemplo, con 80 años, no sólo ayuda en la despensa parroquial sino en un programa municipal que enseña a coser a ancianos. "Ayer vino un chico pobre a la parroquia a pedir para un bono de transporte, y me decía que tenía una hepatitis en fase cuatro y yo pensaba: si tuvieras eso que dices no estarías tan sano como para estar aquí hablando conmigo", explica. Los voluntarios mayores son gente buena, pero con mucho mundo a cuestas.
Así es la vida en una parroquia pequeña de barrio pobre y despoblado, una parroquia sencilla como tantas otras en el mundo.