En abril Benedicto XVI aprobó el decreto que reconocía un milagro por intercesión de Sor Catalina Irigoyen (una curación en Bolivia), y este sábado ha sido beatificada en la catedral de La Almudena de Madrid, en la primera ceremonia de esta naturaleza que tiene lugar en este templo. Presidieron el acto el cardenal prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, Ángelo Amato, y el cardenal Antonio María Rouco Varela.
Como recordó el arzobispo de Madrid, aunque nacida en Pamplona en 1848, Sor Catalina Irigoyen pasó sus últimos treinta y siete años de vida en Madrid en la congregación de las Siervas de María, "ministras de los enfermos para dedicarse a la atención de ellos en sus propios domicilios", en un tiempo muy complicado por las continuas epidemias que padeció España.
Además de los citados, estaban presentes en la ceremonia diecisiete obispos españoles y dos bolivianos, el arzobispo de La Paz, Edmundo Abastoflor, y su auxiliar, Óscar Aparicio.
María Catalina Irigoyen Echegaray nació en Pamplona el 25 de noviembre de 1848, última de ocho hermanos y formada en un hogar de recias costumbres católicas. Muy devota de la Eucaristía desde pequeña, de ahí nació su compromiso de vivir atenta a las necesidades de su entorno: visitaba el hospital ayudando a los enfermos que se encuentran solos y organizaba en su casa un taller para confeccionar ropa con otras jóvenes y repartirla entre los necesitados. Fallecidos sus padres, tomó las riendas de la casa y se dedicó al cuidado de un hermano enfermo y de los familiares mayores, hermanos de sus padres, allí acogidos.
En 1878, al llegar las Siervas de María a Pamplona para abrir una casa, acude a prestarles su ayuda. En contacto con ellas, se siente llamada a consagrarse a Dios para dedicarse al cuidado de los enfermos en sus domicilios. Solicita su admisión en la Congregación a la misma Fundadora, María Soledad Torres Acosta. Ingresa en Pamplona el 31 de diciembre de 1881, y meses más tarde comienza en Madrid la etapa del noviciado. Emite su profesión temporal en 1883 y la perpetua en 1889.
Como Sierva de María estuvo siempre dispuesta a cualquier sacrificio para atender a los enfermos de cólera, tifus y viruela, sin miedo a resultar contagiada. “Sólo sirvo para servir” era la consigna de su vida. Después de 23 años al servicio a los enfermos, pasó a ocuparse de la recogida de donativos para la subsistencia de la obra durante 7 años.
En 1913 se le diagnosticó una tuberculosis ósea. Durante su enfermedad nunca se la vio perder la calma o impacientarse, contenta de imitar a Jesús, como ella decía. Muerió en el barrio de Chamberí, en la Casa Madre de las Siervas de María, el 10 de octubre de 1918.