El 25 de enero de 1949 se presentó una situación muy delicada en la Casa de Nazaret del Instituto San José de Olivenza (Badajoz). Allí se alojaban medio centenar de niños en régimen de semipensionado, que recibían alimentación y educación. Y también se servía comida a los más pobres, en un comedor social vinculado a la parroquia y donde llevaban alimentos algunas familias bienhechoras, que lo hacían por turno.
Pero aquel día Leandra Rebollo, la cocinera, estaba muy inquieta porque la familia a la que le tocaba ese domingo no había aparecido.
Así que cogió 750 gramos de arroz del almacén de los niños para dárselo a los pobres y resolver momentáneamente, hasta donde se pudiera, el problema. Musitando angustiada un "¡Ay, beato...! ¡Y los pobres, sin comida!", echó el arroz en la cazuela y salió a hacer otras cosas.
El beato no era otro que el hoy santo San Juan Macías (15851645), o Masías, como se le conocía en el convento de Lima (Perú), donde fue portero toda su vida.
Allí había llegado tras abandonar su localidad natal pacense, Ribera del Fresno. Fue el mismo San Juan Evangelista quien se le apareció cuando trabajaba como pastor, para llamarle a cuidar otros rebaños.
Tras ir a América con un comerciante y hacerse allí dominico, hizo los votos en el convento de Santa María Magdalena. Fue amigo íntimo de San Martín de Porres y, como él, lo daba todo a los pobres. A pesar de que no murió en su tierra, siempre se conservó hacia él una gran devoción en Extremadura, y Pablo VI le canonizó en 1975.
Por eso Leandra acudió a él, en una petición desesperada (un "¡A ver qué haces!" que era casi también una queja), pues no podía esperar lo que sucedió. Cuando regresó a la cocina, se encontró en el fogón una cantidad de arroz mucho mayor de la que había echado.
Tanto, que empezó a rebosar y tuvo que pedir ayuda para pasar el aliimento a otra tartera. Llamó al párroco, Luis Zambrano, y a la directora del Instituto, María Gragera Vargas, que se convirtieron en los primeros testigos del milagro. Pero no los únicos.
El prodigio duró ininterrumpidamente durante cuatro horas y de aquellas tres tazas de arroz iniciales pudieron comer los cincuenta niños del centro y un centenar de pobres, ante la mirada atónita de los habitantes del pueblo, que acudieron el tropel a ver el hecho.
Todo concluyó repentinamente cuando el párroco, habiendo comido todo el mundo ya, dijo: "¡Basta!".
Este milagro fue reconocido oficialmente por el Vaticano, y es de los muy escasos de este tipo que registra la historia, desde que el mismo Jesucristo lo realizase por primera vez con la multiplicación de los panes y los peces que narran los Evangelios.
La abundancia de testigos y de muestras recogidas (pues el párroco, al darse cuenta de la sobrenaturalidad de cuanto acaecía, estuvo presto a allegar pruebas, que sirvieron para verificar que el arroz "creado" en la olla era arroz absolutamente normal) dieron una gran celebridad a este milagro.
Al cumplirse hace dos años el 60º aniversario del mismo, el obispo Santiago García Aracil inauguró un mural conmemorativo en el centro parroquial San Juan Macías, que servirá de recordatorio para generaciones futuras.