Yadira Portillo es una de los miles de venezolanos que durante los últimos años se han visto obligados a dejar su país y llegar a España huyendo de la pobreza, el hambre, la violencia y la opresión provocada por el régimen chavista de Maduro.
Esta mujer, ahora viuda, llegó en julio a España y encontró al igual que muchos compatriotas el apoyo de la Iglesia a través de Cáritas, lo que le ha devuelto la esperanza. En una entrevista en la web de la Archidiócesis de Oviedo, Yadira relata el drama que ha vivido y los brazos abiertos de la Iglesia:
-Tenías una familia en Venezuela: marido, dos hijos, un negocio. ¿Qué sucede?
-Sí, el negocio nos lo dejaron nuestros suegros, que se fueron a Italia, porque ellos eran italianos, y nosotros continuamos con él, trabajamos duro y poco a poco fuimos acrecentándolo.
A partir del año 2015 empezaron los problemas económicos y nuestro negocio empezó a decaer, a causa de la inflación. No teníamos para llenar el almacén con mercancías, que habitualmente reponíamos a medida que se iba vendiendo. El almacén estaba cada vez más vacío, y nuestro capital se fue debilitando.
-Vuestra alimentación también se resiente, desde el momento en que empiezan a faltar los alimentos.
-Sí. Recuerdo una vez que hice cola para ir a comprar azúcar. Salí de mi casa a las 6 de la mañana, y llegué a las 8 de tarde y sin azúcar. Salí tan desanimada, que no quería volver a hacer colas. Pero era así todos los días. Si tenías suerte conseguías alimento, y sufríamos mucho para poder tenerlo. Y más que sufren ahora porque allí está aún más caro y es más crítica la situación.
-Eso también se traducía en un problema de seguridad, ¿verdad?
-Efectivamente. Cuando ibas con una bolsa y alimentos dentro, tenías que cuidar que fueran oscuras, para que no se viera lo que llevabas. Tampoco la podías llevar de la mano porque te la quitaban dándote un tirón. Aún así, aunque la llevaras abrazada, también te la podían quitar. A mi hijo una vez le dieron con la culata de un revólver en la cabeza, estando con su coche en una gasolinera. Le robaron el coche, pero como se dice allí habitualmente, “al menos estás vivo”. La vida es lo único que te queda, lo demás deja de tener importancia.
-¿Cuándo decidís que es el momento de abandonar el país?
-Primero salió mi hija en el 2016, y un año más tarde, mi hijo. Fue por seguridad. Al que tiene un pequeño negocio, como nosotros, aunque no éramos una gran empresa ni mucho menos millonarios, te piden lo que llaman allí la “vacuna”. Te sobornan y si no pagas, te amenazan con matarte o hacer daño a tu familia. Al final no puedes vivir tranquilo en ningún momento. De hecho, hace poco nos enteramos de que asesinaron a una vecina nuestra, por este motivo.
Mi esposo, además, estaba muy enfermo y en el año 2019 decidimos irnos a Italia, puesto que él tenía la nacionalidad italiana y sabíamos que allí podría tratarse.
-¿En Venezuela no podía ir al hospital?
-Las condiciones en las que estaba el hospital no eran seguras. Mi marido era diabético, hipertenso y tenía vasculitis con heridas en las piernas infectadas. En el hospital, para hacer sus necesidades, los enfermos tenían que salir al patio. Y el agua para asearse había que traerla en botellas de fuera, porque la del hospital venía de un pozo, no estaba limpia y para tratar unas heridas infectadas era peligrosa. Además, los medicamentos no llegaban. Logré que me los trajeran de Colombia y lugares cercanos, pero nunca llegaban a tiempo para completar su tratamiento como debía.
-¿Cómo fueron las cosas en Italia?
-En cuanto vieron a mi esposo le dejaron hospitalizado, le hicieron todo tipo de pruebas. Él estaba muy animado, convencido de que todo iría bien. Yo también. Recuerdo que hicimos escala en España, y cuando estábamos en el aeropuerto de Madrid yo le dije “Horacio, lo logramos, ya estamos cerca. Ya va a pasar esta tormenta”. Pero lo cierto es que mi esposo estaba muy enfermo y su situación se había complicado mucho. Diez días después de llegar a Italia, falleció.
-Llegas a Asturias, y a pesar de estar con tu hija, el sentimiento de soledad sería grande.
-Aquí todo es diferente, empezando por el clima. En mi tierra tenemos 40 grados de temperatura los 365 días del año.
Un día decidí entrar en una Iglesia, la parroquia del Cristo de las Cadenas, en Oviedo. Había estado en otras, pero esta me gustó más. Me daba, no sé, como “calorcito”. Allí pude hablar con el párroco, el padre Julián. Con él, desde el primer momento, me sentí más orientada. Una sobrina mía me había recomendado que acudiera a la Iglesia. Y yo quise ir, también porque quería buscar trabajo y que fuera decente.
En ese momento, después de mucho tiempo, empecé a sentirme más centrada, empecé a ver como un norte, un rumbo que seguir.
-¿Qué pasó?
-El padre Julián me puso en contacto con gente de Cáritas en la parroquia. Dos personas que me atendieron muy bien, me escucharon, no les importó el tiempo que estuvieron conmigo, porque fueron todo oídos para mí.
Hoy por hoy ya hecho un curso llamado “El porvenir”, donde me enseñaron muchas cosas, y ahora estoy haciendo otro de “Ayudante de cocina”.
-Hablas de todo ello ilusionada.
- Claro que sí. Ahora tengo un propósito todas las mañanas y me acuesto pensando en lo que voy a hacer al día siguiente en el curso. Como un niño pequeño que va a cumplir años, y está ilusionado pensando “¿qué me irán a regalar mañana?”. Así me siento. Han hecho que tenga ganas de vivir, algo que había perdido, pues pensaba que ya había pasado todos los ciclos de mi vida.
Estoy muy agradecida con Dios, con el padre Julián del Cristo de las Cadenas y con toda la gente de Cáritas que para mí son como unos ángeles que Dios ha puesto en mi camino. La vida no me va a alcanzar para agradecer tanto, porque tengo ganas de vivir, tengo ganas de reír.