Juan Pedro Recio Lamata: «El crucificado de la Trinidad estuvo escondido en un depósito de aceite»
Ha escrito, tras cuatro años de investigación, «Las Cofradías de Sevilla en la II República» Abec Editores. Una tiempo donde no fue fácil sobrevivir a la barbarie.


—¿Por qué escogió una fecha tan delicada para escribir de Semana Santa?
—El libro nace de un artículo sobre las ocultaciones de imágenes durante la II República.

—¿De todos los sucesos que usted investiga cuál le parece más doloroso?
—Sin dudas el día 18 de julio del 36. Cuando se queman templos y sufrimos la pérdida patrimonial más importante del siglo XX.

—La consigna de acabar con las iglesias y los enseres religiosos ¿era local o venía de fuera?
—Sevilla no fue un caso aislado. Se quemaron iglesias y conventos en toda la geografía española.

—¿Había mucha gente detrás de aquellas acciones o formaban parte de la consabida minoría que no representa a nadie?
—Era esa minoría que no representa a nadie pero había muchos agitadores sociales que manipulaban a gente con escasa preparación. No descarto incluso que hubiera agitadores que actuaron por salario. Eran jóvenes y desarraigados. Muchos de ellos sin vinculación con Sevilla.

—¿Quién los pagaba?
—Yo no lo sé. No lo he podido documentar. Mi investigación no tenía ese objetivo. Me he dedicado a estudiar los hechos de las cofradías de aquella época.

—¿Cómo pudo la propaganda antirreligiosa más que la labor de solidaridad y caridad cristiana que hacían las hermandades?
—Porque eran momentos muy convulsos socialmente. La República llegó en un momento delicado, con una profunda crisis social y económica, con el radicalismo político a flor de piel y hermandades muy humildes.

—¿Aquel desastre solo es explicable desde la escasa formación cultural o lo explica más el resentimiento?
—Ambas cosas convergieron. Desde el XIX la Iglesia se convierte en los análisis de la izquierda como la enemiga del proletariado y la aliada del capital.

—Habla usted de las guardias que hacen los hermanos en las iglesias…
—Debido a la tensión social y los enfrentamientos en la calle la vigilancia policial no daba abasto. Los cofrades y hermanos y los frailes en los conventos montan guardia en las iglesias. Normalmente nocturnas.

—¿Eran patrullas armadas o solo se trataba de presencia disuasoria?
—Más que nada disuasoria. Se llegó a publicar en la prensa. Pero hubo casos, por ejemplo en San Pedro, donde se dice que hubo alguien que hizo guardia con un mosquetón. Y en San Martín otro con una pistola. Son testimonios orales que he podido conseguir para la documentación del libro.

—Y también habla y se ocupa de los traslados de imágenes. Documenta usted cerca de cincuenta traslados…
—Sí.

—¿Cuál fue el más agónico?
—El de la hermandad de la O. Trasladó en un carro desde la calle Castilla a Reyes Católicos la cruz de carey y el manto de la Virgen. Seguidamente iban a trasladar a las imágenes. Pero fue interceptado el carro. Y los hermanos desistieron de llevarlas a la espartería de Martín Alborch. Las imágenes se quedaron en la iglesia y sufrieron las consecuencias del asalto.

—¿Y el más literario?
—El de la Macarena en el cajón. Es del que más se ha escrito y hablado.

—¿Qué imágenes se llevaron más lejos o estuvieron guardadas en el lugar más impredecible?
—El crucificado de la Trinidad. Estuvo escondido en un depósito de aceite de un almacén de la calle Matahacas, al lado de San Román.

—¿Algún traslado inverosímil?
—El de la Soledad de San Buenaventura que la trasladan para su ocultación en una ambulancia.

—¿Lo del hermano socialista que ayudó a La Estrella a salir en 1932 es mito o realidad?
—Es realidad. El y otros compañeros, por su vinculación con el Ayuntamiento, consiguen de la alcaldía la cesión de la banda de música y es el alcalde y unos concejales, de su propio bolsillo, los que pagan la cuadrilla de costaleros para que salga la cofradía.

—Usted mantiene que la Semana Santa más novedosa del siglo pasado fue la de 1937, porque reflejó gran parte del desastre ¿es así?
—Exactamente. Hubo hermandades que no salieron. Y La Hiniesta y San Bernardo prestaron enseres para que otras pudieran salir reponiendo imágenes y mantos de préstamo, acomodándose en templos que no eran los suyos. También se cambiaron itinerarios y hubo hermanos nazarenos que salieron con túnicas de otras hermandades.

El Cristo de la Sentencia fue trasladado en un saco para ocultarlo en una casa de la calle San Luis; Montserrat fue en un coche de caballo hasta el pajar donde la escondieron; la Amargura fue ocultada en un horno de loza de Marqués de Paradas… Así hasta completar cerca de cincuenta traslados que Recio Lamata ha podido documentar para historiar los años difíciles de las cofradías durante la II República. Cuatro años de investigación en archivos parroquiales, hemerotecas, bibliografías y revistas de la época. Y documentos orales de nietos, sobrinos y personas que supieron de aquellos sucesos. En todas estas fuentes ha bebido para escribir su libro. Donde revela lo que por miedo se tuvo que ocultar para salvarlo de la locura.