Evangelio según san Juan 20,1 118


En aquel tiempo, fuera, junto al sepulcro, estaba María, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, donde había estado el cuerpo de Jesús.

Ellos le preguntan:

«Mujer, ¿por qué lloras?»


Ella les contesta:

«Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto.»


Dicho esto, da media vuelta y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús.

Jesús le dice:

«Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?»


Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta:

«Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré.»


Jesús le dice:
«¡María!»


Ella se vuelve y le dice:

«¡Rabboni!», que significa: «¡Maestro!»


Jesús le dice:

«Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Anda, ve a mis hermanos y diles: "Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro."»


María Magdalena fue y anunció a los discípulos:

«He visto al Señor y ha dicho esto.»
 


Señor Jesús, envidio a la Magdalena en su grado de amor por ti. Aunque sus lágrimas me hacen pensar cuán desatinadas son a veces nuestras risas y nuestro llanto. 

Cuando tenía que estar colmada de alegrìa, María llora, sin saber que tú, su Maestro, vive.

Qué poco sabemos de lo que nos rodea. No acertamos a situarnos, ni a ver con objetividad la realidad. 

Gracias, Jesús, poque en nuestras desgracias nos sales al paso y nos muestras tu inmenso amor pronunciando nuestro nombre.

Como nadie puede robarte de mi corazón, si no yo no quiero, seguiré pronunciando tu nombre siempre, en los gozos y en las penas: ¡Raboni, Maestro querido, Jesús Vivo!