Las credenciales de Gorsuch, de 49 años, para el cargo (en el que tendrá una previsible larga trayectoria por delante, al ser vitalicio), no admitían duda y eran reconocidas en todas las instancias judiciales: se formó en Columba, Harvard y Oxford, fue letrado del Tribunal Supremo y abogado en un prestigioso bufete de Washington y en el Departamento de Justicia, y desde 2006 ejerció como juez del Tribunal de Apelaciones del Décimo Circuito, en Denver (Colorado), donde ha dejado una excelente fama como jurista.
Durante las veinte horas de interrogatorios a los que fue sometido en el Senado, no fue posible demostrar nada que impidiese ser confirmado en el cargo para el que le nombró Donald Trump el pasado 1 de febrero. Los demócratas estaban dispuestos a toda costa a impedir su nombramiento (que exigía 60 votos), pero los republicanos aprovecharon su mayoría para cambiar las reglas y permitir que fuese confirmado con mayoría simple.
De esta forma Trump cumple su promesa de designar un sustituto a la altura de Scalia, y equilibra las fuerzas en el Tribunal Supremo, preparando el terreno judicialmente para un cambio en el estilo de sus sentencias, que en el futuro podría revertir la legalización del aborto de 1973.
Con esta confirmación se conjura por el momento el gran riesgo de un Tribunal Supremo decantado durante décadas en sentido proaborto, anti-familia y laicista, como habría resultado en caso de un triunfo de Hillary Clinton en las elecciones o de una confirmación del candidato que Barack Obama intentó imponer a pocos meses de las elecciones, negándose el Senado (con mayoría republicana) a tramitarlo por considerar que debía ser el presidente entrante, y no el saliente, quien lo designase. Este riesgo de sesgo ideológico del Tribunal Supremo fue un factor determinante en el voto de muchos votantes conservadores disconformes en otros puntos con Trump.